El año pasado, aunque estaba con sueño, subí con menos calor. No es lo mismo subir a las 6 de la tarde que a las 3 y pico, y se notaba. Yo le ponía ganas, pero el cuerpo no tiraba, Bueno, tiraba, pero lento. No era la única. El corredor de los pantalones floridos, aunque iba a mi par, acabó tirando mucho más. Me paré un segundo a descansar, y proseguí enseguida. Venga, un poco más... Y por fin alcancé la parte más alta. Eran las 17:19, frente a las 20:19 del año anterior. A pesar del calor, había hecho este tramo en 24 minutos menos. Le pedí a los voluntarios del control si podía entrar en una de las casetas de plástico que había ahí (y donde guardaban material) para cerrar los ojos 5 minutos, me dijeron que sí, ya que en lo alto del collado hacía fresco y no quería coger demasiado frío. Tras esa mini parada, emprendí la marcha hacia el control de La Peule, situado a 3,6 km y 448 metros por debajo. La bajada no es muy mala, no ese tramo, pero es cuando empecé a notar que algo no iba demasiado bien en mis tripas, y sospechaba que era por la coca cola chunga que me había ido pimplando sin conocimiento.
En el avituallamiento de La Peule, que alcancé una hora después, más o menos, comí algo, y decidí no echar más coca cola a los botellines. El siguiente tramo antes de La Fouly fue un tanto infernal.
Control de La Peule
Son apenas 6,3km y 533 metros de bajada, pero es un terreno que se me hizo algo bola, al menos al principio. Un sendero estrecho, en algún tramo resbalaba, pegado a la roca. Como venían corredores, me paraba para que pasaran, pero tampoco podía hacerlo todo el rato porque era un continuo de corredores (que no es como en las ultras del Pirineo), que es lo que tiene estar en un tiempo de paso razonable. Alcancé una edificación, y cuando vi que no pasaba nadie, me paré e intenté vomitar, pero nada.
Mal cuerpo
Seguí bajando, no quedaba mucho para la Fouly, que por fin alcancé a las 19:42 (22:24 el año pasado). Este tramo me había salido algo más lento, y es que el año pasado ya me tocó meter el turbo, ya que el corte horario era las 22:30.
Entrando al avituallamiento de La Fouly
Llegué a la Fouly y directamente, tras recargar agua, me fui al baño para hacer lo que esperaba me mejorara el cuerpo. Y es que lo odio profundamente, pero tenía las tripas revueltas (mucho), y sentía en el alma que me tuvieran que escuchar en el baño de al lado, pero me tocó vomitar. Era la primera vez que me pasaba en carrera (tengo un estómago a prueba de bomba), pero la coca cola de las pelotas me había sentado mal no, fatal. Costó, y desde luego que no era el mejor panorama, pero por fin salí de ahí bien, ya algo pasadas las 8 de la tarde. Confiaba en el que el estómago se asentase.
Zona de La Fouly
En esto que me estaba preparando, sacando de nuevo el frontal, guardando las gafas de sol, cuando volví a oír la voz de Elena, que justo entonces me pasaba. Yo la vi muy bien (no sabía que las había pasado putas con un bastón cuya punta se había roto), y ya me despedí de ella, sabía que no la volvería a ver (y tanto que no, me sacó dos horas, fue de menos a más). Yo estaba todavía recomponiéndome un poco, pero lo bueno es que el colchón de tiempo era tan notorio que me podía permitir el lujo de parar.
La mente humana es curiosa. Yo había tramos que recordaba a medias, pero el que venía a continuación lo recordaba palmo a palmo, y no era para menos: era el último tramo que pude correr el año anterior. El último, y con los escobas a un cm, recordaba perfectamente cada piedra, banco, recoveco. Esta vez no me la colaban, no. Corrí, corrí con ganas, con muchas ganas. Tuve otro amago de náuseas, falsa alarma. Corrí donde pude, me moderé en el sendero pegado a la roca, con una cadena de paso y todo (no era para tanto). El banco de la otra vez donde me tumbé, la piedra de la siesta donde me volvía tumbar y me alcanzaron los escobas... ahí seguía todo. Seguí corriendo, hasta alcanzar un giro a la derecha en medio de los árboles.
Giro a la derecha en medio de los árboles
Recuerdo que, en ese tramo, el año anterior, estaba sola, con los escobas más atrás (acompañaban a una chica asiática que había estado vomitando y que se retiró a la vez que yo). Me tocaba pasar por calles de pueblos desiertos. Esta vez la hora no tenía nada que ver. Y aunque poca, había hasta alguna persona por la calle. Y corredores a mi par.
Pueblos con algo de gente
Seguí corriendo hasta cruzar el control en medio de la nada (Praz de Fort, 8 km más adelante, 494 de bajada), y afronté la última subida, esto es, 5,7 km con 433 metros de subida. Y es que este tramo es bastante largo, pero esta vez iba con la mente muy centrada, y con los deberes hechos.
Control en medio de la nada
Y empecé a oírlo, era el avituallamiento, el más odiado, Champex Lac. Entré con paso firme, cabreada como una mona, hablándole a la cámara (“Esta vez no me echáis, no”). Iba con el recuerdo del año pasado, cabreada, pero no había motivos esta vez.
Ya queda menos
Entrar a las 23:29 de la noche frente a las 2:31 de la madrugada no tiene nada que ver. En 2023 el panorama era desolador, un avituallamiento prácticamente desierto, helador. En esta ocasión, el avituallamiento estaba a reventar, lleno de corredores sentados a las mesas, muchos con asistencia, comiendo, descansando.
Entrando con paso firme al avituallamiento de Champex Lac
Avituallamiento de Champex Lac
Un frenesí de gente que poco o nada tenía que ver con el japonés y servidora de la otra vez. No vi a la moza del culamen que tanto me jodió, ni al que me dijo que nanai, que no podía seguir. Como estaba como estaba con las tripas, me probé a comer algo de sandía, aunque hubiera preferido plátano, que no vi. Cuando la tripa protestó, paré de comer. Repuse líquidos y eché un café. Y me fui pitando a las 23:35, como si la fiesta no tuviese nada que ver conmigo.
Salí del avituallamiento con una calma inusitada, con una serenidad pasmosa. Ni más ni menos, se abría un nuevo horizonte para mí, todo lo que venía a continuación era nuevo, es más, apenas me lo había revisado a golpe de Google Maps. No sabía si era complicado o no, pero lo que sí sabía es que mucho se tenía que torcer la cosa para no terminar. Era consciente de mis tripas, que no me atrevía a comer demasiado, y que era crucial no deshidratarme, pero a lo mejor ahora me venían bien esos dos kg por los que renegaba al final de las vacaciones.
Se abre un nuevo horizonte
El siguiente tramo hasta el siguiente control en Plan de l'Au era un tramo relativamente sencillo, 4,8 km mayormente en bajada (169 metros). En realidad, es un control “no control”, es decir, se supone que el corte horario era a las 03:45, pero es un control no vigilado por voluntarios. Yo me preguntaba para mis adentros que cómo era posible, a ver quién era el guapo que se paraba si no había nadie vigilando. Antes de llegar a él, paré a echar un pis, y un poco más adelante, al refugio de una casa, me paré a dormir apenas 5-10 minutos. Hasta ahora mis paradas habían sido más que fugaces, y me estaba entrando algo de sueño, como era lógico.
Ganas de mear
Mini siesta
La parada duró poco, el suelo estaba duro, y me estaba quedando fría. Así que me puse en pie, y seguí el camino. Esta tramo era sencillo, y se podía correr, pero me lo tomé con algo de calma. Recuerdo que, en 2023, el voluntario de turno me dijo que no podía seguir, y que no hubiera llegado al corte horario. Con la perspectiva del tiempo, creo que realmente no hubiera llegado, pero también es cierto que se podía correr, y que me hubiera tocado infartarme. No tengo referencia horaria del tiempo de paso. Lo que sí sé es que en el control había dos voluntarios con chalecos reflectantes, lo que explicaba cómo esperaban controlar a la gente que se pasase de la hora. No había agua, pero iba con agua de sobra.
Control de Plan de l'Au
A continuación, tocaba ascender hasta La Giète, esto es, cubrir un tramo de 6,6 km, ascender 732 m y descender 184. La subida, entre vegetación y árboles sinuosos (es lo que tiene la noche), se hacía un poco pesaba. Seguía con las tripas algo bailongas. Un par de corredores españoles me recomendaban encarecidamente no vomitar más, pero me retiré a un lado, por si acaso, aunque fue una falsa alarma. Me aparté tanto (es que pasaba mucha gente), que casi me resbalo por un tramo de césped. No me entretuve más, y seguí ascendiendo, a mi ritmo, sin prisa, pero sin pausa. Quise descansar un poco, y vi un tramo de césped, con vacas a lo lejos. Había un corredor tumbado, y examiné el suelo, en busca de boñigas. Alumbré por error al corredor en la cara, y me gruñó. “Tontolaba”, musité, y le deseé que le cagara una vaca encima. El cabreo me despejó la cabeza. La temperatura no era mala, pero en el tramo de cresteo que estaba más al descubierto me tapé con el chubasquero. Seguía viendo corredores por todos lados, no me terminaba de mentalizar en que iba “bien de tiempo”. Tampoco me terminaba de enganchar con nadie, así que seguí yendo a mi ritmo.
Finalmente alcancé el punto de control, estaba situado en el interior de una caseta. Había bancos en el interior, pero no me paré apenas.
Control de La Giète
Recargué agua, y comí unas galletitas saladas que había en un bol (aunque se supone que no había nada en este avituallamiento), y que por fin me cayeron bien al estómago. Desde La Fouly apenas había comido, porque no estaba muy segura del estómago, Beber sí, y sales también había tomado. Eran las 3:16 de la mañana, y el paso estimado para el último corredor se establecía a las 05:57, así que mantenía más o menos el colchón de 3 horas, aunque era plenamente consciente de que, conforme pasaran las horas, iría menguando (para eso lo había generado).
Dejé el avituallamiento, ahora tocaba bajar hasta el siguiente punto de control en Trient, esto es, 4,9 km con 12 m de ascenso y 587 m de descenso. El corte era a las 8 de la mañana. Emprendí la marcha con ganas, pero se me quitaron un poco en la bajada. La bajada era de nuevo terrosa, con raíces, y yo iba con cautela para no caerme, así que iba dejando pasar a corredores de manera intermitente. Parecía una eternidad, pero por fin alcanzamos un puente metálico, que atravesamos. Tocamos hormigón, y ya sentimos el pueblo cada vez más cerca.
Pasarela al otro lado de la carretera
Entré al pueblo (eran las 4:48 de la mañana) dando algún traspiés (yo no era consciente, pero lo vi después en la webcam). Yo ya había estado notando los últimos km (o más bien horas) que la uña del pie derecho, la de en medio, estaba molestando más de la cuenta. La sensación que tenía era que estaba completamente morada, así que creí conveniente examinarla antes de proseguir.
Entro en Trient
Avituallamiento de Trient
El avituallamiento se situaba en el interior de una carpa, al fondo de una calle. Antes de llegar, me senté bajo una farola, en una piedra grande, y me quité la zapatilla y el calcetín. Efectivamente, la uña estaba completamente morada. Y si sois aprensivos, os recomiendo saltaros este párrafo. Como ya había visto en Courmayeur, el culpable de que estuviese así era el pico de la uña, que no lo había recortado bien, y había ido golpeteando incesantemente la zapatilla. Así que supuse que sería mejor que recortara ese extremo, y así me molestaría menos. Cogí las tijeritas de costura que tenía en el botiquín (las cosas de facturar), y enganché la uña. Pero claro, esas tijeras son cojonudas para cortar hilos, no uñas. Al cerrar la tijera, la uña dio un giro de 180 º. Socorro. La uña estaba prácticamente suelta, estaba apenas agarrada a la piel por un extremo. ¿Y ahora qué? Pues pedicura extrema, no había otra. Le di un tirón fuerte, me dio un mareo, y terminé de cortarla. Socorro de mi vida y de mi corazón. Me limpié el desaguisado como pude, con una gasa impregnada en alcohol que llevaba, y temblando y con las entrañas en movimiento, me puse un compeed para, en la medida de lo posible, proteger el dedo y poder terminar. Un señor que estaba por ahí cerca quiso recoger las gasas por mi. No iban a ser las mejores sensaciones del mundo, pero con suerte, me dolerían otras cosas y no me acordaría.
Ya más o menos curada (de espanto), me dirigí al avituallamiento, pero comí lo justo, visité el baño (vigilando que el pis no estuviese muy concentrado), y unos 26 minutos después abandoné el avituallamiento, ya que me estaba quedando helada. Bajé una escalinata, y seguí el camino. Eran las 05:14, mis tripas estaban supuestamente algo mejor y hasta me estaba entrando hambre.
El siguiente avituallamiento estaba en Vallorcine, pero para eso había que subir y luego bajar. Lo primero, subir hasta Les Tseppes, 4 km y 649 metros. Un par de planas, venga. Antes de emprender la subida, me paré unos 5 minutos a descansar, pero opté por hacerlo en el interior de un baño, las horas del amanecer son las más heladoras hasta que sale el sol.
Microparada de sueño antes de subir
Ya un poco mejor, salí y comencé a subir, zigzagueando entre árboles. Nadie hablaba, yo estaba otra vez con las tripas bailongas, pero a estas alturas poco podía sacar.
2 horas y cuarto después, a las 7:02, alcanzaba el punto de control. Ya había amanecido, y las cosas se veían de otra forma. El sueño que quedaba se había disipado, y es que cuando amanece el segundo día, ya sabes lo poco que queda, y eso es como enchufarse un gel de cafeína. Estábamos a punto de cruzar la frontera suiza para pasar de nuevo a Francia.
Cruce de fronteras
Ahora tocaba recorrer 8 km de descenso (131m de subida, 808m de bajada) hasta Vallorcine. Había alguna bajada terrosa, de nuevo, y multitud de carteles que anunciaban Vallorcine, pero el sendero se empeñaba en tirar para adelante, alejándonos cada vez los dichosos carteles.
Avituallamiento de Vallorcine
Entrando al avituallamiento de Vallorcine
Finalmente, sobre las 9:02 de la mañana, alcancé el avituallamiento. Me puse a la par de un corredor joven, argentino, y estuvimos hablando un rato. Dentro del avituallamiento localicé algo de plátano, y comí, porque intuí que eso me iba a ir muy bien al estómago (acerté). Aproveché para ir al baño, también a sentarme un poco para quitar piedrecitas de las zapatillas. Probé a conectar los datos, ya que estábamos en territorio francés, pero no pillaba cobertura. Algo de agua, y rellenar botellines. En este punto recomendaron encarecidamente rellenar todos los botellines (los 4), ya que el siguiente avituallamiento distaba bastante (y hacía calor), en concreto, distaba 11,2 km y 912 m de subida, con más o menos la mitad de bajada, tomé nota mental... Y ahí me quedé.
Salí del avituallamiento 19 minutos después dispuesta a devorar los últimos km, cuando me di cuenta de que no había rellenado todos los botellines. Tardé un rato en darme cuenta, así que seguí corriendo. El primer tramo era llano, y troté un poco porque me había quedado fría, y porque hasta que diese el sol, estaba un poco fresco (poco duraría). Pronto dejamos el camino transitable, y comenzamos a subir.
Los primeros 4,6 km hasta Col des Montets no se hicieron excesivamente pesados, eran sólo 192 metros de subida. Sí que noté que el sol, en todo su esplendor, daba sin tregua. Pasamos por encima de un pequeño riachuelo, y me planteé rellenar el agua, pero caía muy poco. Había que seguir subiendo hasta Tête de Béchar, 1,8 km con 290 de subida, mayormente. Cada vez más calor, iba racionando el agua. Ya sólo me quedaban 4,8 km hasta el avituallamiento.
Tocaba bajar, y no poco: 253 metros. Yo hacía cuentas, y me salían rosarios. Sabía que si estábamos bajando, nos volvería tocar a subir lo bajado y un poco más. Parte del recorrido discurría entre árboles, senderos terrosos y ramas retorcidas que me lo ponían difícil para no caerme. Yo juraba y perjuraba, en los idiomas que fuese, y por supuesto, me resbalé. El único tozolón de toda la carrera. Estaba cansada (normal) y no veía el momento de llegar.
El camino pareció abrirse, y vislumbré lo que (intuía) aún me quedaba por subir: 434 metros hasta el refugio de La Flégère. Justo me quedé sin agua, y supliqué por un poquito, un corredor veterano, bien surtido de botellines, me dio un poco y reviví. Subimos serpenteando por los senderos, hasta que alcanzamos una pista. Una corredora italiana, a mi par, llevaba los labios resecos, estábamos al límite. Ya lo veía, ya, como un oasis, el avituallamiento se vislumbraba en lo más alto. Un hombre nos animó a nuestro paso, llevaba un botellín de agua, lo miré suplicante y nos lo dio. Compartí, con cuidado, unos tragos con la italiana, a ver si nos íbamos a poner malas de la tripa. Esta vez sí que sonreí entusiasmada ante la web cam. Madre mía, estaba hecho.
Entusiasmada en el último punto de control
Avituallamiento de La Flégère
Eran las 13:07, el corte horario era a las 14:45, un tiempo más que generoso. Las horas de ventaja se habían quedado en 1 hora y 45 minutos (y un poco más que se reduciría hasta meta), pero la verdad que poco me importaba, estaba a punto de cumplir ese sueño. En ese punto volví a ver a Bernat, yo pensaba que estaba más adelante, pero parece ser que nos habíamos ido haciendo la goma, sin saberlo. Él pasó rápidamente por el avituallamiento.
En el avituallamiento me refresqué la cabeza, bebí agua, tomé algo y aproveché para ir al baño, ya que entre unas cosas y otras tenía que vigilar el color. Parecía que estaba todo en orden.
Y ahí sí, que empecé a reírme. Comencé a bajar con un dolor de patas descomunal, hasta que poco a poco, el subidón hizo que se obrase el milagro, no sintiese dolor, y comenzase a correr. Las patas no me daban para mucho, pero sabía que los últimos 7 km, todos de bajada (852 metros) iban a ser una auténtica fiesta. Así me pegué la hora y 43 minutos restantes: brincando, sonriendo, riendo, saludando a los corredores de múltiples nacionalidades, respondiendo a los “bravo” de los franceses y distintos animadores del recorrido. Con la lágrima a punto de salir, con el corazón que se salía del pecho. No me acordaba ni de la uña, ni del catarro, ni de la fascitis plantar, de absolutamente nada. Hablaba por los codos, con todos, tantas horas en silencia eran raras para mí.
Ya se veía Chamonix. Llegamos a una pasarela metálica, y una pareja de tailandeses, que ríen cuando les digo “gracias” en tailandés, me ceden el paso. Crucé corriendo la pasarela, entré en el pueblo, y apreté el paso, es una mezcla de vergüenza con tanto público, con júbilo. Ya llevaba kilómetros con Mónica Olivera en mente, ¿la vería, no la vería? Todos aplaudían, la calle, un hervidero de gente, era una auténtica fiesta.
Las lágrimas salen
Seguí corriendo, un corredor paraba para coger a su hijo en brazos, y yo ya vi la recta final, el arco de meta, mi nombre que repetía el speaker, y a lo lejos, Mónica. Ahí rompí a llorar del todo. Nos fundimos en un abrazo, el abrazo más ansiado. Por fin completaba la carrera tras 44 horas, 44 minutos y 47 segundos.
Últimos metros emocionantes
Mónica, te veo
Molida, pero muy feliz
Molida, pero feliz, me acompañó a la zona de avituallamiento, donde recogí mi chaleco, me tomé una cerveza, pero sólo una, porque son más agarrados que un chotis, y un bocadillo que me supo a gloria. Ahí estuvimos intercambiando impresiones, y le hablé de mi problemática con el bus, pero asumí que me apañaría con Héctor.
Me empezó a dar el bajón, y necesitaba ir al baño, porque se me estaban moviendo las entrañas, así que ya me fui retirando. En el camino me encontré con el amigo de Héctor, no sabía nada de él, luego supe que en un momento dado de la carrera, lo pasé, y que terminó después. La tarde me la pegué en el albergue, intentando contactar con Héctor, y en paralelo buscar un transfer que me llevase al aeropuerto, ni siquiera fui a la cena buffet (tampoco iba a ir con nadie). Al final encontré una especie de alpybus, servicio puerta a puerta, que se supone que me recogería a las 6:40 de la mañana. La hora me la confirmó la compañía después. Era un poco justo, pero técnicamente sabían mi hora del vuelo. Por supuesto, de Héctor no supe nada. Yo creo que me dio un teléfono falso, y de verdad que entiendo que no me quisiera llevar. Pero si lo hubiera sabido desde un principio, a lo mejor hubiese podido apañar algo con Mónica (luego contacté con él por Facebook, y reconoció que se hizo el loco, me reconoció que esperaba que yo no le dijese nada). Insisto, de verdad que más vale una vez colorada que ciento amarilla, ya me entendéis.
Me eché a dormir y tuve un sueño un tanto intranquilo. Supongo que barruntaba lo que estaba por venir, pero ni en mis peores pesadillas imaginé la ultra que me iba a pegar para volver. Yo ya estaba más que liste a las 6:30, y salí a la calle. Cuando el reloj marcaba 6:40, empecé a cagarme y a temerme lo peor. Mientras, hablaba con Elena Vera, me decía que tranquila. Pero yo no lo estaba. Llamé al transfer, y se me fundió el saldo. Y en esto que recibo un sms que de dice, como quien no quiere la cosa, que lo lamentan pero que el transfer va a llegar una hora tarde. Así, con todo el papo. Que han tenido una incidencia. Este mensaje me lo estaban mandando cuando debían haber llegado, lo que echa por tierra la teoría de “algo que no podían haber evitado”. ¿No lo sabían una hora antes, cuando tenían que salir?
No sé cómo describir el frenesí que viví en esa hora, así, a lo tonto. Llamé a Mónica, pero por desgracia no localizaba a nadie de la organización, ya que estaban todos de resaca. Me puse en la carretera, paré coches, o lo intenté, casi me atropellan, mientras me miraban con cara de pánico. Yo quería pagar a quien fuese, lo que fuese, pero quería llegar al aeropuerto. Eso no me estaba llevando a ningún lado, me dolía todo el cuerpo. Volví al refugio, y traté de calmarme y ver opciones. Los vuelos que se me desplegaban daban pánico, unos precios exorbitados y unos horarios infernales, salvo un Air France que podía encajar.
Me llamaron los del transfer, que si me recogían. La madre que los trajo. Hora y algo después, apareció el conductor, acelerado, que nos dio un viaje que para qué contarlo. 70 euros para dar más vueltas que un pirulo y casi vomitar. Por supuesto, ese acelerón no sirvió de nada, llegué a las 9:10 al aeropuerto, hora teórica de cierre de puerta de embarque. Fui a la zona de facturación, me dijeron que estaba la facturación cerrada. En unos minutos tuve que pensar qué hacer, si correr a la puerta de embarque, a ver si pasaba el control o no, correr y más correr y suplicar a ver si podía subir, o rendirme y tratar de comprar ese vuelo de Air France.
A día de hoy quizá hubiese intentado ir a la puerta de embarque, pero corría el riesgo de reducir a la nada las opciones de volver. Así que opté por ir a la especie de “jefe” del aeropuerto, que por un módico precio de 300 euros que me salieron del puñetero alma, me dio un billete de Air France, que supuestamente, aun con escala, me permitía llegar a una hora razonable a Barcelona.
La hora no fue tan razonable, la conexión sufrió un retraso, pasé horas dando volteretas por el aeropuerto de Orly, comiendo con ansia el sándwich que daban en los vuelos. En el primero de los vuelos, la moza que estaba sentada a mi lado, que iba con su bebé, me debió ver con cara de hambre porque me dio el suyo.
Resumen de la jugada, después de llegar a Barcelona, fui pitando a la estación de Ave para coger un nuevo tren (el precio no fue demasiado malo) y llegar a casa a las 9 de la noche, que teniendo en cuenta que la hora original de llegada eran las 3 de la tarde, ni tan mal, eso sí, con unos cuantos euros menos en el bolsillo (al menos pude entretenerme leyendo los WhatsApp de mis compañeros de club, que me habían hecho el seguimiento). Traté de reclamar y la compañía de Transfer se lavaba las manos, alegando que era una circunstancia extraordinaria. Eso me enfadó bastante, pero reconozco que dejé de reclamar porque mentalmente estaba agotada, y prefería seleccionar otras batallas ineludibles. De hecho, a la vuelta tuve que estar pendiente de cosas bastante más importantes, que era la nueva operación de cadera de mi padre, que esperaba que fuera la definitiva, y que por fin lo dejasen bien apañado,
Vamos, que el fin de fiesta fue de traca, por si me quedaba alguna duda de querer volver. Reconozco que al principio todo eso me cabreó bastante, y me empañó un poco, pero vamos, con el tiempo fui relativizando y valorando lo que de verdad importaba, y es que solo había que lamentar unas cuantas perras en el bolsillo, nada grave de verdad, estaba en casa, estaba bien.
Y así concluía UTMB, toda una aventura, toda una carrera, LA CARRERA, un viaje trepidante a través de paisajes espectaculares, a través de tres países. Una carrera que había sido todo un aprendizaje, una carrera de la que me sentía muy orgullosa de cómo la había gestionado, de cómo la había llevado, y de cómo me había sobrepuesto a las adversidades. Me sentía, en el fondo, afortunada, había sido un privilegio. Puedo decir, honestamente, que no volveré, no a UTMB, no a esta carrera en concreto. Había vivido algo mágico, único e irrepetible, y quería dar lugar a nuevas experiencias. Pero quiero volver a Chamonix, de otra manera, con Raúl. Quiero compartir la magia de este lugar con él, saborearlo lentamente, vivirlo lentamente, en lugar de un frenesí de cortes horarios. Porque al final, si no puedes compartir todo esto con las personas a las que más quieres, pierden su sentido.
Tiempo después, recibí por correo ordinario una medalla súper bonita, hecha con impresora 3D, me la mandaba Bernat como detalle. Me pilló de sorpresa, porque es verdad que me había dicho que había pensado hacer medallas, pero no recordaba haberle dado la dirección (aquí creo que se compincharon Fonsi y el heavy), y he de reconocer que si había algún resquemor por la vuelta, esa medalla me hizo disiparlo por completo.
Gracias por leerme, gracias por seguirme, gracias por acompañarme.
UTMB, “the place to be, the race to do”.