La idea de hacer la Bucardada surgió justo después del confinamiento de marzo. Ante un año sin (apenas) carreras, se lanzaron al aire muchos retos para hacer por nuestra cuenta, una vez que no hubo restricciones al deporte. Uno de éstos, en realidad ya existente, era la Bucardada. Este reto nació en 2014, y consiste, tomando como base el Albergue del Último Bucardo en Linás de Broto, en la ascensión a las cimas de tres dosmiles (Toronzué, El Litro y Pilupín) en un recorrido de casi 31 km y 3.000 m positivos. Hay una carrera (circular) que se organiza en agosto (casi siempre me pilla fuera de España, de vacaciones), pero este año, con la pandemia, no se celebró (como otras tantas).
Silvia Duerto, amiga mía de las carreras, me escribió porque no se había hecho aún este reto en 2020 por pareja femenina. Y me propuso hacerlo. Quería entrenar antes, y acordamos fijarlo a la vuelta de vacaciones de agosto. En mi caso, como finalmente se celebró la Canfranc-Canfranc, me tuve que dar un margen para recuperar las piernas. Bastante margen...
Pasó la semana del Pilar, y decidimos buscar un día (me quedaban días de vacaciones) entre semana que dieran buena climatología. Por un lado, teníamos la ventaja de que el calor no iba a ser como en agosto, lo cual hacía mella en las largas subidas expuestas, y por otro lado, al ser entre semana, habría mucha tranquilidad. Lo malo era que los días no alargaban ya tanto: debíamos arrancar temprano, para evitar que se nos hiciera de noche (entonces atardecía sobre las 7 de la tarde). Podíamos usar frontales, pero preferíamos evitar la oscuridad. Y con estas premisas, fijamos el lunes 19 de octubre en nuestros calendarios con indeleble.
Ese lunes madrugué y me preparé como si de una carrera real se tratara. Ropa adecuada, conjuntada, por supuesto, mochila con comida y material técnico y también nervios, qué cosas. No llegaba en las mejores de mis formas físicas, porque entre pandemia, confinamiento, y tesis, los entrenos habían brillado por su ausencia. Sobre todo los entrenos con desnivel. Salía temprano de Zaragoza, para a mitad de camino, poco después de pasar por Huesca, recoger a Silvia y seguir juntas hasta Linás de Broto. Yo conduje hasta Huesca, y el resto de camino lo hizo Silvia, en su coche. Ya en el coche, nos pusimos al día apresuradamente entre risas nerviosas pero sobre todo, ilusión creciente. Covid como tema de rabiosa actualidad (puto covid), y de nuestras vidas personales en tiempos de pandemia. En condiciones normales, hubiéramos coincidido en la ultra de Guara Somontano (burra de mí, pretendía hacerla después de Canfranc), pero su anulación dadas las circunstancias lo hizo imposible. Así que bueno, teníamos ganas de coincidir en carrera. Y si la carrera no iba a nosotras, ya íbamos nosotras a ella, aunque fuese sin dorsal.
Llegamos a Linás poco antes de las 9 de la mañana, y nos dirigimos al albergue “El último bucardo”. Ahí nos esperaba con una amplia sonrisa Encarna, la dueña, con su marido, Amador. Estaban tan ilusionados como nosotras. Ahí llenamos los botellines de agua, casi perdí las gafas de sol (al final aparecieron), dejamos una mochila con ropa y comida extra, y después de la visita de rigor al señor roca, de la selección de peluchines, y de las fotos de rigor, partimos del albergue. Los peluches-llavero eran el testigo con el que debíamos hacernos una foto en cada cima, para garantizar que el reto se había completado correctamente. Si el reto se conseguía, los peluchines se venían con nosotras. Yo elegí un conejo rosa a juego con mi atuendo, y Silvia un ratón.
Partimos con alegría para afrontar la primera subida al Toronzué (2.263 m). Era la subida más larga de todas (6km de subida, 1.026m positivos), y como estaba más a descubierto, consideramos que era mejor que fuese la primera, para que los calores del mediodía nos pillaran en zona arbolada. A un ritmo de 1000 palabras por km, comenzamos a caminar con paso ligero por el suelo empedrado.
Conforme ganábamos en altura, las vacas, que pastaban tranquilamente, hacían su aparición. Nos miraban con ojos lánguidos mientras no dejábamos de hablar, conjuntadas hasta morir. Nos topamos con una valla, y sospeché que estaba electrificada. Silvia la palpó con la mano, le pareció que no, y al final se llevó de recuerdo un quemazón de lado a lado de la palma de la mano. Sí, estaba electrificada. Me puse una piedra a modo de improvisado taburete y pude esquivarla evitando la suerte de Silvia. El día era magnífico, enseguida nos sobraron los manguitos, y me los acabé bajando.
Yo ni llevaba el track en el reloj, Silvia se sabía el recorrido, ya había ascendido algunos de los picos anteriormente, y salvo algún tramo más confuso o más embarrado (ahora ya seco), en general se seguía muy bien. Alcanzamos la parte más dura del recorrido, la del final, y comenzó a refrescar un poco más (me volví a subir los manguitos), mientras el viento ululaba en mis orejas. Esta parte discurría paralela a una valla, una pradera que ondulaba hacia la cima. Por fin alcanzamos la cumbre, unas dos horas después de partir. Aprovechamos para reponer fuerzas, comer alguna barrita, fotos que no faltaran, y sobre todo, gozar de las vistas. El paisaje era espectacular. Y el día mejor no podía ser.
Sin más dilación, comenzamos a bajar. Yo me había venido un poco arriba subiendo, y Silvia me sacó ventaja fácilmente en la bajada, mientras trotaba cual Heidi en los Alpes. Nos topamos con una pareja que también estaba subiendo al pico. Me comenzó a molestar el dedo pequeño del pie (ambos), y me tuve que parar. Silvia, que llevaba de todo, me dio un poco de cinta para colocármela sobre el dedo y evitar que el roce fuera a más. Parece mentira, ya me había pasado en Canfranc y no me acordaba de los roces. Así que me senté donde pude, cerca de las vacas (y de sus boñigas), y procedí en envolverme los dedos pequeños con cinta. En las bajadas, si apoyo de lateral, me acabo destrozando los dedos.
Hora y poco después de dejar la cumbre, alcanzábamos el albergue. Repusimos fuerzas, intercambiamos impresiones, cogimos alguna barrita, y sin entretenernos demasiado, atravesamos el pueblo para afrontar la subida de El Litro (2.347 m). El primer tramo, entre sombras y árboles, nos resguardó del calor que empezaba a hacer. Le dije a Silvia que si veía que no podíamos, que podíamos dejarlo en dos picos, pero a cabezudas no nos gana nadie, y nos mantuvimos en el firme propósito de completar el reto. Las patas empezaban a doler, pero la ilusión nos mantenía en movimiento. Seguíamos hablando como cotorras, eso es que quedaban fuerzas.
Esta subida fue dura. Es algo más corta que la anterior (5,1 km de ascenso, 1.100 m positivos) y se conoce por su kilómetro vertical. Efectivamente, si bien la parte primera del recorrido entre sombras se hizo llevadera, el final comenzó a endurecerse, a picar para arriba, lo que combinado con el calor, me hizo tirar de agallas. Lo que me parecía la cumbre, no era la cumbre, y subiendo y subiendo, me daba la sensación de no llegar nunca. Como el Aspe, pero de día. Esto que alcanzas una loma y te parece que sí, pero no.
Y por fin alcanzamos cima. Habían transcurrido 5 horas y pico desde la salida inicial, eran las 2 pasadas del medio día, las tripas rugían de hambre, y la paliza que llevábamos era tremenda. Nos volvimos a hacer la foto de rigor, y de nuevo, afrontamos la bajada con ganas. En algo menos de hora y media, estábamos de nuevo en el albergue.
No encontrábamos a Encarna. Al final entramos al albergue, y al poco llegaron. Nos preguntaban que qué tal íbamos, y decíamos que bien, que aunque había cansancio íbamos con muchas ganas. Nuestra idea original de horas eran entre 8 y 10 horas (a años luz del récord de la prueba, evidentemente, que si mal no recuerdo ronda las 5 horas), pero estaba claro que nos íbamos a plantar en las 10 horas, así que sin entretenernos mucho más, afrontamos la última subida, la más corta, hacia el Pilupín (2.007 m, 4.3 km y 789 m de desnivel positivo). La gente en el pueblo nos saludaba al pasar.
El sol ya no pegaba tanto. El primer tramo, entre árboles de hojas doradas y de tonos ocres, me pareció precioso. Era un lujo poder disfrutar de la naturaleza, de tranquilidad, y la verdad que a pesar del cansancio, era un chute de energía positiva entre tanta noticia que te volvía la cabeza loca. En esos precisos instantes, dábamos gracias por estar bien.
Fuimos dejando atrás el zigzag del sendero a través de los árboles, mientras el terreno iba quedando más descubierto. El camino estaba más descompuesto en las zonas donde había llovido días atrás, aunque el barro se había secado, pero en cualquier caso, la subida se dejaba ver, para arriba, sin parar.
En la parte final de recorrido, me pareció que el camino se alargaba por momentos. Yo le preguntaba a Silvia que cuál era la cima, y ella me enseñaba un árbol, que me daba la sensación que no iba a alcanzar nunca allá en la lontananza. Como la cima del Aspe, vamos (qué recuerdos).
Pero poco a poco y a base de rasmia, alcancé el árbol. Que por supuesto, NO era la cima. Silvia me dijo que lo usaba de referencia, y me señaló una loma (“¿Todo eso”?) mientras asentía con la cabeza. Luego esa loma no fue para tanto, y apenas 5 minutos de yo preguntarlo, alcanzábamos la cima (unas dos horas después de haber dejado el albergue), donde el hito estaba totalmente desmoronado. Nos hicimos la última foto de testigo, me puse los guantes, saqué el frontal por si acaso (esperaba no tener que usarlo), y me puse el cortavientos. Lorenzo se estaba despidiendo de nosotras por detrás de las montañas, y tanto el frío como el viento iban en aumento. Guardé las gafas de sol que evidentemente ya no me hacían ninguna falta mientras el viento zumbaba cosa mala y las manos se me entumecían (me puse los guantes). Y bajamos a todo lo que pudimos, que dado nuestro cansancio, pues era a lo que se podía. El fin del reto se acercaba.
Silvia vio unos jabalíes cruzar como locos de lado a lado. Seguimos bajando. Antes de que nos diéramos cuenta, alcanzamos la zona boscosa. Seguía habiendo luz, así que parecía que el objetivo de no usar el dorsal se iba a cumplir. Y así fue. De hecho, Silvia ni lo había sacado porque confiaba plenamente en nosotras. 10 horas después de arrancar el crono, alcanzamos el albergue por última vez, después de 32 km en las patas.
Ahí nos esperaban Encarna y Amador, con una amplia sonrisa en los ojos (las puñeteras mascarillas, que lo tapan todo). La noche se echó en seguida, yo avisé que estaba bien. No quería irme demasiado tarde, más que nada porque me tocaba volver hasta Zaragoza (y madrugar al día siguiente para ir al curro: eso iba a doler). En el albergue nos enteramos de las nuevas noticias (que no buenas): confinamiento de algunas comunidades como Navarra, y posible confinamiento perimetral de Zaragoza. Nos habíamos olvidado del Covid por unas horas, pero ahí estaba, agazapado el muy cabrón, para esperarnos a la vuelta.
Me pude duchar, lo que agradecí enormemente (el olor de la ropa después de 10 horas corriendo y sudando era indescriptible), y Silvia y yo nos arreamos entre pecho y espalda dos platos combinados preparados por los dueños que devoramos enseguida, había hambre, y todo el día a base de barritas no era un buen plan. Intercambiamos impresiones con el matrimonio, Silvia me invitó (le debo una, ya tenemos excusa para volver), y sobre las 9 de la noche salimos de ahí, más por mí que por ella.
A la vuelta, estábamos de subidón. Vale, no era una carrera al uso, desde luego, pero las sensaciones eran las mismas, y había sido un tándem buenísimo. Ya llegamos a mi coche, y ahí me despedí de Silvia, mientras afrontaba la vuelta hasta Zaragoza en solitario, todavía con las endorfinas a tope pero un cansancio creciente. Fue llegar, y caer rendida sobre la cama.
Pocos días después, nos confinaron perimetralmente. Primero la provincia, después el municipio, luego la provincia (ya he perdido la cuenta), y por supuesto, la comunidad autónoma, y ahí seguimos a día de hoy (estoy escribiendo estas líneas el 10 de marzo, casi 5 meses después, que se dice pronto), aunque hoy se ha anunciado el próximo levantamiento del confinamiento provincial, que no autonómico.
Así que si, menos mal que buscamos un hueco, fue providencial. Un poco más y no puedo salir de Zaragoza. Luego ya tocó volver al encierro habitual, yo seguía sumergida en la escritura final de mi tesis, y poco después (a principios de diciembre) la deposité definitivamente. Ahora estoy preparando la presentación, ya parece que se ve la luz al final de un largo túnel. Del otro túnel (Covid) no me atrevo a hablar, que también parece largo y demasiado sinuoso para mi gusto...
No he vuelto a hacer retos “virtuales” como éste, y la verdad que me alegré mucho de que Silvia me arrastrara a esa pequeña locura que por mí misma, sin el apoyo logístico de la organización de una carrera, no me hubiera atrevido a hacer. Es una gran chica, llena de vida, y además el poder compartirlo con los dueños del albergue fue genial, son dos grandes personas que te hacen sentir como si estuvieras en tu propia casa. TENGO que volver a ese albergue y tengo que volver a esos parajes.
La verdad que dadas las circunstancias actuales, cuesta hacer planes futuros sin pensar que se van a torcer, pero os invito a que no dejéis de vivir la vida. Con precauciones, por supuesto, pero no dejéis de hacerlo, porque los meses pasan volando (como decía en la crónica, 5 meses desde que hice la bucardada, y casi ni me he dado cuenta), y este tiempo no vuelve.
Mil gracias Silvia por pensar en mí para este reto, eres pequeñita pero enorme, eres positividad y toda una luchadora, eres pura vitalidad, te aprecio mucho y ha sido un honor poder compartir zancadas contigo. GRACIAS de todo corazón, tenemos que volver, tenemos que repetir. Y no dejes nunca de sonreír ;)