A raíz de la Padres Epic Trail de noviembre de 2023, me puse a “bichear” en la web, y me topé con una carrera que también la organizaban los mismos, la TRAILCAT200. Constaba de tres distancias: 200, 100 y 50 millas, partiendo de Prades y por terrenos similares a los de la Epic Trail y también la UTSM de Ulldemolins. El recorrido era desconocido hasta 15 días antes de la prueba, y era en régimen de autoabastecimiento, ya que los avituallamientos no eran numerosos (cada 20-30 km). La distancia de 200 millas tenía tres bases de vida, y la de 100, dos, y algunos avituallamientos. Además, estuve viendo imágenes de la edición de ese año, y me pareció ver a una mujer “normal y corriente” que además había hecho las 200 millas. E, ilusa de mí, pensé que, si esa señora podía, yo también. Lo que no sabía, pero si supe poco después, es que esa mujer era ni más ni menos que Claire Bannwarth, con un UTMB Index de 710 para la categoría 100M. O lo que es lo mismo, que encarnaba la filosofía de Andandaeh de no levantarse de la cama por menos de 100 km. Cada poco tiempo hacía carreras de como poco 100 millas, o más, y, además, quedando en espectaculares puestos o ganando. Vamos, una máquina de devorar km. Vamos, que, de señora, rien de rien. Más bien una campeona como la copa de un pino.
Hablé con Xavi Moré (lo conocí en la Canfranc Canfranc de 2021) y me dijo que se había apuntado a las 200 millas, que si me animaba. Él era de la zona (o le pillaba cerca), y su familia iba a estar arropando. A mi las 200 millas me daban más miedo que un nublado: no tenía consolidada la distancia de 100 millas, como para meterme en semejante berenjenal. Es cierto que el terreno era bastante llevadero (o eso creía), y que no era alta montaña, pero después de consultarlo con la almohada, llegué a la conclusión de que las 100 millas bastaban (e incluso sobraban). Pero bueno, ande o no ande, caballo grande. Me venía como entreno de lujo para gestión del sueño y el cansancio en futuras 100 millas. Hasta 15 días antes de la carrera, no pude disponer del track, y es entonces cuando lo solapé con las dos carreras que había hecho el año pasado con las que, aparentemente, había tramos en común.
Por circunstancias, lo que era una idea fabulosa en noviembre (me apunté a primeros de diciembre), empezó a serlo menos de cara a la fecha. Se me había juntado una época algo estresante a nivel laboral y personal, y además yo, que me apunto a lo que haga falta, también me iba de viaje para la cinco marzada a Dublín. Salvo desastre mayor, mantenía la carrera, y bueno, hasta donde el cuerpo aguantara. Que si era hasta el final, pues mejor, pero ya veríamos. Además, esa especie de veranillo de San Martín que habíamos estado viviendo de manera permanente nos abandonaba fugazmente para dar paso a un pronóstico de lluvias (sobre todo para el sábado) que te dejaban el culo torcido. Yo miraba y remiraba, y por mucho que mirara, meteoblue me seguía diciendo que iba a llover sí o sí, ya fuese en Prades, como en La Febró, como en cualquier pueblo del recorrido.
El jueves previo tenía todo preparado al milímetro, llevaba suficiente ropa de cambio, buenas térmicas de varios tipos, cubre pantalón impermeable, e incluso mis viejas Adidas Terrex Two Boa del 2022 (del año pasado tengo unas iguales), que no las había tirado porque de cuando en cuando las usaba para patear, y porque tengo un poco de Diógenes con las zapatillas. Que no faltase de nada. Como bastones, los desahuciados, porque sigo pendiente de arreglar los Black Diamond. El que se me había atascado en el Trail Zoquetes lo había desatascado, a base de darle tres en uno. Eso sí, lo saqué “demasiado”, como horas y horas después averigüé. Había estado siguiendo durante el día a Xavi, que había salido a las 6 de la mañana, y observaba en la web cómo, poco a poco, iban pasando los km. Claire, imbatible, iba escalando puestos en la general (quedaría tercera de la general).
El viernes por la mañana madrugué casi lo mismo que cuando voy al trabajo, además es que tenía nervios. No desayuné, y enseguida salí para Prades, tenía unas dos horas de coche. El camino fue tranquilo, sin atascos, sin retenciones debido a las tractoradas de los días previos, y llegué al parking de la entrada de Prades podo después de las 8 de la mañana. Ahora ese aparcamiento era de pago, así que lo dejé en una calle lateral.
Conforme iba hacia el pabellón, me di cuenta de que había sitios a raudales, así que moví el coche, y lo acabé dejando a apenas 100 metros de la salida/meta. No había colapso por una razón muy sencilla: de las 200 millas había 40 inscritos, de mi distancia estábamos sólo 10, y en las 50, unas 24 personas. Ya con todo, incluso el saco de dormir que me dejó un compañero de curro (para dormir una vez llegase a meta), me fui al pabellón que me era tan familiar. Allí ya había algún corredor de la distancia, y me llevé una alegría enorme cuando entró Mónica Crespillo, la chica a la que conocí en la Epic Trail. Iba a estar en uno de los avituallamientos, así que la vería después. Aproveché a tomar algo, un café y unas galletas, y mientras, terminaba de apañar todo. Al final, como mi bolsa de vida estaba tan apañada (usé la mochila Helly Hansen de los viajes), preferí dejarlo todo ahí en lugar de usar la bolsa de la organización (me hubiera cabido porque tenía 50 litros de capacidad). También hice ya el control de material, tenía todo muy bien organizado, así que perfecto. Supe que a la noche les había caído un chaparrón bien majo, y que, por seguridad, tuvieron que activar uno de los tramos de seguridad para las 200 millas (y así evitar una zona conflictiva con lluvia). Spoiler: a nosotros no nos activarían ningún tramo de seguridad.
Un chico de la organización nos iba hablando uno a uno para comentarnos un poco la previsión de tiempo, y revisar que lleváramos los tracks guardados en el dispositivo de nuestra elección, así como los recorridos de emergencia “just in case”. Claro, que aún no lo he nombrado... Era una carrera de navegación de por libre, esto es, venía sin balizas, sin marcar por la organización, y debíamos seguir nosotros el track por nuestra cuenta. Por eso llevábamos también una baliza GPS, para que nos hicieran seguimiento en todo momento, y el móvil bien a mano, por si nos desviábamos, perdíamos y nos tenían que llamar. Por supuesto, debíamos cumplir con unos tiempos de corte, y teníamos un máximo de 48 horas para completar la distancia. Yo llevaba, como era habitual, mi chuleta de tiempos plastificada, pero la verdad que no sabía el tiempo que me iba a llevar. Cometí el error de decirle a Raúl que creía que “40 o 42 horas”, para terminar en la madrugada del sábado al domingo, pero, como siempre, es imposible hacer cábalas en una carrera de este tipo, y menos cuando es la primera vez (porque por mucha Epic Trail que hiciese, al final, no tenía nada que ver, como averiguaría horas después).
Yo ya tenía experiencia en carreras no marcadas: Nafarroa Xtrem de 2022 y la Ultra de Sobrarbe en 2017 y 2022. Claro que, en ambos casos, el seguimiento era bastante "sencillo", por caminos PR y GR, sendas en general bastante marcadas y poco técnicas, en líneas generales.
En el pabellón estábamos los que íbamos a salir, esto es, María, una chica alemana y yo, como chicas, y además 7 chavales, entre ellos Edgar, que iba con María haciendo equipo, Jordi, con el que hablaría un poco más, y algún que otro corredor veterano con el que probablemente ya había coincidido en la Epic Trail. Alguno había asistido a las 100 millas del año pasado, uno de los veteranos tardó 36 horas en su momento, pero como me diría después, este año el recorrido era mucho más técnico (pues qué bien). La mañana pintaba fantástica, de momento, y opté por la equipación más “fresca”, por así decirlo, aunque decidí llevar pantalones largos, unas mallas de Dynafit (cómo no) algo finas. Ya me cambiaría en la bolsa de vida con algo más calentito para la noche (otra cosa es cuándo alcanzaría esa base de vida, que desde luego no fue a la hora esperada).
Y a lo que nos quisimos dar cuenta, nos dieron las 10 de la mañana, y tocó salir. Marcando ritmo, la alemana y otro corredor tiraron para adelante, yo me quedé un poco más atrás con el resto, pero poco a poco, fui tirando un poquito más, poniéndome a la par de los dos veteranos (Carles y Francesc). No es que fuese a ganar nada, pero mi estrategia era sencilla: correr todo lo que pudiera cuando pudiera, ganar margen sobre los tiempos de corte, y ya veríamos sobre la marcha. Además del sueño, quería entrenar la fatiga, porque, aunque los 100 km más o menos los “domino” (por decir algo), las 100 millas son harina de otro costal.
En lugar de chubasquero, que llevaba en la mochila, yo llevaba un cortavientos de Dynafit que es un poco híbrido, me sobraba ya casi del calentón, pero opté por seguir llevándolo. Y la primera en la frente: casi me pongo a subir por un sendero todo empinado, por ahí no era. Y poco después, camino de una especie de pequeño pantano, me desvié y me fui por el otro lado. Los veteranos me avisaron, y reculé. Pues sí que empezaba pronto con las pérdidas...
Retomé el sendero, y comencé a trotar con ganas. Este terreno era pistero y lo permitía, fue de los pocos tramos en los que conseguí estar por delante de los veteranos. A veces les daba conversación, y les sorprendía que pudiese hablar a la vez que corría. En uno de los cruces, estaba una chica de la organización, me dijo que había dado fallos mi baliza GPS, así que la recoloqué. Había algún tramo en común con la Prades Epic Trail, y al igual que en esa carrera, coronamos el Tossal de la Baltasana (1.203m), punto más alto de las montañas de Prades.
Antes de lo esperado, alcanzamos el avituallamiento a las afueras de la Albarca, km 25 más o menos, era poco antes de las 14:00, y el corte horario era a las 15:00 (no recuerdo exactamente). Ahí estaba Mónica, además de una chica de Zaragoza que había ganado en la Ultra de Valle de Tena (mi gran pendiente) y otras dos mujeres más. Ahí empecé a reír, a hacer bromas, con el descojone subsiguiente del personal. La chica de Zaragoza me dijo que tenía una luz tremenda, y es que empezaba a estar en mi salsa. Comí un poco más, hasta que aparecieron los veteranos. En mi chuleta de tiempos llevaba las horas de paso estimadas del más lento, más rápido e intermedio, pero como iría viendo con el tiempo, tampoco me sirvieron mucho de referencia. Yo llevaba las gafas de sol y como vi que se nublaba, las guardé (después tuve que volver a sacarlas). Recargué dos botellines, cosa que luego vi que fue un error.
Sobre el km 30 alcancé Ulldemolins, y lo que había sido un goteo llevadero (había empezado a chispear), fue a más, así que me paré en seco y saqué el chubasquero, ya que no quería coger frío. Siguiendo el track, me metí en una calle en obras, hasta que me di cuenta de que por ahí no era. Retomé el camino correcto. Mientras tanto, yo ya había puesto a recargar el reloj, porque cuando está en modo navegación, además con el aviso de los giros, y si encima le vas haciendo zoom, chupa batería más que gasofa gastaba mi antiguo Vectra. No recuerdo exactamente en qué parte del recorrido de este primer día, pero hubo momentos en el que el barro se acumulaba en las zapatillas, lo que generaba unas galletas campurrianas que pesaban un quintal, y no veas para sacudírtelas de encima. En un punto del recorrido, hice una foto de las vistas, pero no recuerdo el pueblo que fotografié, ni el km exacto.
Me encaminaba hacia la Serra de Montsant, y el terreno se iba a ir complicando paulatinamente. Dejó de llover, me enganché el chubasquero en una zarza, y al final, me lo quité para ponerme el cortavientos. Seguí corriendo mientras el terreno lo permitía. Alcancé el sendero de la Llibrería, en él el GPS empezó a brincar como un loco, descolocado con los paredones de piedra que tenía alrededor. Sin yo saberlo, acabé alcanzando un punto común con la carrera que había hecho en Ulldemolins. Los corredores veteranos, pegados a mí, bajaban mucho mejor, así que les dejé pasar, ya no volvería a coincidir con ellos en carrera.
Seguí corriendo, y en un momento dado, me vi en lo alto de una piedra, y no encontraba el camino. Oía a los veteranos por abajo, y les grité que me había perdido. Me vieron, yo a ellos imposible, y me dijeron que volviera atrás, que el camino seguía algo más arriba. Efectivamente, en cuanto subí un poco, el sendero se vio clarísimo. Aliviada, seguí corriendo. Ya tenía el frontal a mano, porque, me gustase o no, el día estaba dando a su fin, nos acercábamos a las 7 de la tarde, y cada vez se veía menos.
Llegó un momento en el que me quedé sin agua. Había pasado por puntos cercanos al río, y reconozco que no caí en la cuenta de abastecerme de agua en esos puntos. Es cierto que suelo evitarlo si no estamos a cierta altura, pero al final eché en falta un poco más de agua. No había hecho calor, pero al final, conviene beber. Ya tocó encender el frontal.
Crucé un puente, y conforme trotaba, me pareció ver a mi izquierda luces, pensé que podrían ser del avituallamiento (de hecho, hasta me pareció ver frontales que se dirigían hacia ese punto). En realidad, era el parking de La Presa. Seguí adelante, estaba confundida en el cruce de un río, hasta que por fin me topé con una escalinata que permitía salvarlo, curioso. Seguí adelante, se estaba haciendo de rogar el avituallamiento. Volví a liarme alguna vez más, esta vez con unos campos de vid. Que me perdone el dueño si le pisé el sembrado... Mi padre me escribió para que le pasara el seguimiento, yo me había resistido para no tenerlo preocupado todo el fin de semana, pero se lo pasé.
Por fin alcancé el avituallamiento de Margalef, eran las 21:15 casi, y el corte horario en este punto era a las 23:00. Justo cuando llegaba, los veteranos marchaban otra vez, y esta vez no les pillaría ni cerca. A mí me marcaban más km que el supuesto km 52 en el que nos encontrábamos, pero con los brincos del GPS y mis propias confusiones, opté por centrarme en los km de cada tramo, que es la estrategia que suelo llevar con tantísimos km.
En el avituallamiento rellené los tres botellines que llevaba, no quería que me volviera a pasar lo de que me faltase el agua. Un chico de la organización me preguntó que qué tal iba, es cierto que había sido un tramo bastante más duro de lo que me esperaba, pero estaba bien. Me tomé un caldo caliente, y comí sándwich de nocilla, que me pierde. Una voluntaria me ayudaba en todo. Me saqué las piedrecitas de las zapatillas, y antes de quedarme fría, salí el avituallamiento. El chico me dijo que, si intentaba alcanzar a los veteranos, que sería mejor para evitar confusiones en el track, pero me veía incapaz de alcanzarlos. Partí en solitario, pero sabía de sobra que no iba a pillarnos.
En el tramo de hormigón que tuve, me paré y me puse la camiseta de manga larga que llevaba en la mochila, encima de la corta y los manguitos, me había entrado frío, la temperatura había bajado bastante. Eso también me obligó a correr un poco, y aunque tenía medio sueño, de momento lo llevaba bien. Sí que me fui enchufando geles de cafeína, pero tardé un poco con el primero. Aproveché a mandarle también unos audios a mi padre.
En modo piloto automático, seguí corriendo cuando el terreno lo permitía. Empecé a oír ladridos, a lo bestia. Muchos ladridos. ¿No serían perros sueltos? De repente, vi la fuente de los ladridos: al menos una decena de perros encaramados en lo alto de lo que, como he sabido después, era la Ermita de Sant Salvador. De día la imagen distaba mucho de lo que yo estaba viendo, un torreón fantasmagórico, con decenas de pares de ojos brillantes, que me miraban fijamente desde lo alto. Dejaron de ladrar a mi paso, mientras me seguían con la mirada, pero no podían salir de ahí. Apreté el paso casi sistemáticamente.
No recuerdo si fue exactamente en este tramo, o una vez que pasé el avituallamiento, pero hubo un tramo que se me atragantó bastante, porque yo no lograba ver el sendero, y me daba la sensación de estar metiéndome en unos pedregales de infarto. Viendo el track a vista de pájaro, estoy casi convencida de que la confusión estuvo en las inmediaciones de la Cova des Lladres, porque el track daba un giro a mi derecha, y me pareció ver, por debajo, luces de frontales. Hubo un momento en el que, encima de una piedra, era incapaz de ver el sendero, hasta que vi un mogote en un vertiginoso camino de descenso, y donde noté que mi uña del dedo gordo del pie izquierdo se iba a ir de vacaciones, otra vez. Justo ahora la tenía entera, desde el Aneto – Posets del año pasado. ¡Mala suerte! Empecé a bajar, con el temor de salirme del track. Al final, el cursor se recondujo a su lugar, menos mal.
El sendero mejoró algo, y seguí corriendo. En un momento dado, miré el WhatsApp, sobre las 2 de la mañana. La organización había lanzado un aviso, se esperaban lluvias desde las 3 de la mañana hasta las 14:00 del sábado, para que lo tuviéramos en cuenta de cara a adecuar nuestra vestimenta y coger el material necesario en la próxima base de vida. Casi inconscientemente, apreté el paso, a ver si con suerte llegaba al avituallamiento esquivando la lluvia (no quería mojar las zapatillas ni tener que recurrir a las de emergencia). Pasé por la Morera de Montsant, ni un alma en la calle. No lo recordaba por aquel entonces, pero junto en ese pueblo tuve uno de los avituallamientos en la UTSM (no en el interior del pueblo, pero sí a las afueras, antes de una subida bastante fuerte).
Seguí trotando, aquí el sendero lo permitía en mayor medida. Y como si fuera una providencia, pasadas las tres de la mañana, empezó a gotear. Las gotas brillaban a la luz del frontal, pero me resistía a sacar el chubasquero. Tras lo que pareció una eternidad, por fin alcancé el avituallamiento de Cornudella, km 72 teórico, el mío mejor ni saber. Bajé unas escaleras, la base de vida estaba en el interior de “Lo Refugi”. Ahí estaban dos voluntarias.
Eran algo más de las cuatro de la mañana, me había mojado algo, pero no estaba calada. No obstante, me cambié por completo de ropa, a excepción de las zapatillas. Tal y como había estado cavilando previamente, opté por el juego de ropa con térmica larga y gruesa (X-Bionic), y las mallas de compresión Hanker, que no me vendrían mal de cara a la fatiga muscular que ya sentía (el perfil sube y baja te deja las piernas al jerez). El chubasquero era uno de Montura, con bolsillos y bastante bueno (con buena picha, bien se jode, que dirían los de Muchachada Nui). En la mochila que portaba dejé un cortavientos, y también la térmica de manga corta, una seca, por si acaso. Bendito por si acaso. Me calentaron como cosa de tres veces un plato de macarrones con boloñesa vegana, y es que entre que me cambiaba y ponía a recargar el móvil, no veía el momento de sentarme a comer. Al final, me senté un rato, comí lo que pude y me tomé un café. Ni se me pasaba por la cabeza dormir, tampoco andaba sobrada de tiempo, ya que el corte horario era a las 5 de la mañana. Pregunté por los corredores que venían por detrás, pero me estaba temiendo que no iban a llegar. Le mandé un audio a Martin Scofield, que corría a la mañana siguiente la carrera de 50 millas, diciéndole que todo aquello que le había dicho de que era muy fácil, que era mentira, que había unos tramos que se cagaba la perra.
Se oía que caía el agua con ganas (la chica del avituallamiento pensaba que era la ducha), así que no me quedó otro remedio que ponerme encima de las mallas el cubrepantalón impermeable, prenda que no me quitaría en muchísimas horas, y que hasta ahora había portado en multitud de carreras, sin estrenar, como parte del material obligatorio. No tenía ni gota gana de mojarme, que una cosa era un chaparrón de verano, y otra muy distinta la lluvia con fresco. Poco antes de las cinco de la mañana, y con resignación, salí a la lluvia.
Las horas siguientes hasta el amanecer fueron un auténtico pestiño, por decir algo. Parecía un alma en pena. El tramo bueno para correr ni era bueno, había un barrizal de tres pares de narices, y los pies se me mojaron al poco de arrancar. La modorra hacía acto de presencia, y por motivos que desconozco, quizá por la ingesta de sales, tenía continuas ganas de mear, lo que me obligaba a parar, quitarme las manoplas impermeables (me las puse porque los guantes se me estaban mojando demasiado para mi gusto), bajarme todo el repertorio de pantalones y de paso, mojarme un poco el culo. Y vuelta a empezar. Así varias veces.
Además, tuve que hacer un par de paradas de apenas cinco minutos del sueño que llevaba encima. Las paradas como tal duraban incluso menos, porque parar era sinónimo de enfriarse rápidamente, y salía más a cuenta seguir en movimiento. Por no decir que a ver dónde te parabas, que estaba todo mojado. Alcancé un pueblo, Poboleda. Me senté cinco minutos en un portal, ya quedaba menos para que amaneciera, a ver si eso me espabilaba un poco. Creo recordar que en este pueblo había un voluntario, no creo que un pobre señor se pusiese con el paraguas por que sí a esas horas. Aún me tocó hacer pis a la salida del pueblo, ni sabía las veces que llevaba ya.
Estaba ya casi amaneciendo, apagué el frontal, y hasta dejó de llover, lo que me subió el ánimo. Era poco antes de las 8 de la mañana, cuando me sonó el teléfono. Era la organización, y lo cogí. Era Santi Santamaría, lo conozco porque organiza junto a Pau Jordán las carreras de Guara Somontano. Me preguntó que qué tal estaba, le dije que un poco mejor después de una noche toledana.
-Mira, Vanesa, te estamos haciendo el seguimiento, y resulta que, en lo alto del tramo siguiente, hay niebla y fuertes vientos, los corredores han tardado bastante. Al ritmo que vas, es muy probable que no llegues al corte de las 2 de la tarde. ¿Quieres que te recojamos en el siguiente pueblo?
Miré el reloj, eran las 8 de la mañana o casi, y más o menos había hecho cuentas de los km que tenía que hacer en cada tramo. Era plenamente consciente de que no iba muy sobrada, pero no era consciente de lo corta que me estaba quedando. Abrí los ojos como platos, y le dije:
-Si no lo intento, no me lo voy a perdonar. Voy a seguir hasta donde pueda, y en el último pueblo, antes de empezar a subir, te digo mis intenciones. Quizá haya un milagro y se vaya la niebla.
Y en eso quedamos. Una vez que llegase al pueblo en el que me podían recoger con facilidad, tomaría una decisión (que ya imaginaréis cuál era). Y reconozco que por la cabeza se me pasaron multitud de pensamientos. Por un lado, que vaya faena, que terminaba la aventura muy pronto. Por otro lado, que casi mejor, que me iba a mi casa y disfrutaba del resto del fin de semana. Pero lo imperante es que quería intentarlo, que por mí no fuese. Atravesé el pueblo de Torroja del Priorat. Martin Scofield, que me había respondido al mensaje de la madrugada, me animaba a seguir, que adelante, que seguro que me daba tiempo.
(Continuará...)