Sinceramente, no recuerdo exactamente en qué momento empecé a pensar en hacer cien millas. Yo creo que desde que empecé a correr en 2010, y luego en 2013 hice mi primera Carrera del Ebro, la larga distancia era lo que más me atraía. Una vez que empecé con las ultras, y conforme mis azulillos iban hablando de esa distancia, pensé que en un futuro lejano me gustaría intentarlo, lo que no imaginaba era cuándo. El año pasado, mientras disfrutaba de la olla (sin p, que nos conocemos) aranesa con Raúl, sentados tranquilamente en Unha, iba viendo pasar con cuentagotas a corredores que me parecieron totalmente perdidos. No estaban perdidos, estaban haciendo la ultra de 100 millas, y aunque me parecía una locura, en mi cabeza yo pensaba, “¿Y si...?”
Finalmente, encontré valor este año. Al principio, fui dejando pasar otras carreras, como las cien millas vascas de Ehunmilak (completaron cupo mientras me lo pensaba, aunque después me llamarían de la lista de espera), y ya por fin me atreví a apuntarme a las 100 millas del Valle de Arán, a la VDA. No me atrevía ni a verbalizarlo, y una de las primeras personas que lo supo fue Mónica Olivera, la cual estaba en la organización. Sabía que sonaba tan loco que si lo decía muy alto, la locura traspasaría la frontera de lo razonable y me acabaría arrepintiendo. No quería que nadie me lo quitara de la cabeza. Era un sueño loco, pero era mi sueño, y si trabajaba en ello, quizá pudiera conseguirlo.
A partir de entonces, esa carrera pasó a un segundo plano, y me centré en ir corriendo bien todas y cada una de las carreras a las que me apunté. Finalmente fueron 9, concluyendo con la carrera por la Sierra de Luesia, justo dos semanas antes de la gran cita. La suerte estaba ya echada, y tocaba recuperar para salir con ganas, y sobre todo mentalizarme todo lo posible.
La semana previa fue tremenda de nervios, soñaba con la carrera, que salía tarde, que no llegaba, que no podía aparcar... A los nervios propios de la carrera se le sumaban otros infundados (o quizá fundados), como por ejemplo, que pillaba el covid de nuevo (después de haberlo pasado en enero) y me dejaba para el arrastre (había muchos casos de nuevo en una nueva explosión del virus), o que el coche me fallaba camino de la carrera (habida cuenta de un cambio de motor y de disco del embrague, la imaginación se me queda corta con mi querido Clio del alma). Intenté dormir todo lo posible, trotes suaves, para no lesionarme a lo tonto, y todo el relax posible. Pero me costaba horrores no tener el corazón dándome volteretas en la caja torácica.
El día previo a la carrera, jueves, Santi (del grupo 7:45) con el que contaba que iría a la carrera, me dijo que no podía ir por fuerza mayor. Lo sentí muchísimo por él, porque sabía que le hacía mucha ilusión. A la carrera iba Martin Scofield, en principio contemplamos la posibilidad de compartir coche, pero al final lo descartamos porque en una ultra de estas características podía pasar de todo, y la retirada era una posibilidad. También iba Flora (que aunque iba con nervios, según me dijo, es una experta ya en la distancia, con una UTMB y una Ehunmilak a las espaldas), Víctor Aina de Trail Running Zaragoza, Ángel Salvo y Lurdes Palao.
El viernes me lo había cogido de fiesta, obviamente (salíamos a las 16:00) y finalmente también el lunes, para recuperar después de la carrera, suponiendo que la terminaba. Yo ya tenía todo preparado, pero el viernes por la mañana fue un frenesí de nervios, visitas al baño, meter alguna cosa a última hora, y finalmente salí de casa poco antes de las 10 de la mañana. Tenía las palabras de mi padre metidas en la cabeza, que tuviera mucho cuidado, y que si no me encontraba bien, que parara. Tanto mi padre como Raúl estaban bastante preocupados (lo cual entiendo), pero mi cabezonería inusual (medio maña, medio vikinga) me hacía tirar para adelante sin mirar atrás.
Conforme pasaron los km en el coche, me fui relajando un poco. El coche iba bien, no hacía cosas raras, y parecía que sí que me iba a llevar a destino. Después de algo más de tres horas, ya entraba en Vielha, y después de un rodeo, conseguía llegar al parking principal y más grande del pueblo, donde con suerte se iba a pegar el coche los próximos dos días. Lo aparqué en la zona de tierra, y me fui ya para la búsqueda de dorsal y bolsas de vida, pasando junto al arco de salida.
No había prácticamente nadie, me dieron mi dorsal, la camiseta (que para ser XS, me quedaba como un saco), y las bolsas de vida para Bossòst y Beret. Volví al coche, y con el run run en la cabeza, finalmente lo moví a la zona asfaltada, porque aunque la zona de tierra estaba habilitada para aparcar, me quedaba más tranquila si lo dejaba en una plaza de las “normales”. Ya aparcada, comí la pasta que me había traído, y terminé de preparar las bolsas de vida. Mi planificación era un cambio completo de ropa en la primera bolsa (calcetines, camiseta, buff, mallas) y un cambio parcial en la segunda (camiseta, calcetines). La verdad que de haber sabido las horas de uno y del otro tramo lo hubiera cambiado algo, pero bueno, yo que sabía. En la segunda bolsa metí las zapatillas Salewa que están un poco en las últimas. No tenía intención de cambiar de zapatillas, pero por si se producía el desastre y se rompían las Adidas, mejor tener unas de recambio. Además, barritas de comida adicionales, las baterías que tengo grandes para recargar móvil y reloj, sales... Todo aquello que pudiera echar en falta. Finalmente, había decidido llevar conmigo el móvil de trabajo, cuya cobertura es movistar, y en caso de necesitarlo, me iba a venir mejor. Comuniqué el teléfono a la organización, para que lo tuvieran en cuenta. En el parking había otro corredor preparándose como yo, estaba con su mujer, que le haría el seguimiento.
Ya preparada con mis mejores galas, y de rosa, al menos para el primer tercio de carrera (luego iría de azul), me dirigí por última vez hacia el pabellón, ya que aún quedaba tiempo para la salida. En el camino entablé conversación con un sueco, soltando las cuatro chorradas que sé decir en noruego. Me encontré con Silvia Ferrer, que pasaba el fin de semana, estaba buscando a Flora, y me dijo si llevaba los papeles de asistencia. Yo no los llevaba porque se supone que iba sola, pero es verdad que había unos papeles que le podías dar a una persona de tu elección para que entrara a los avituallamientos de Bossòst, Beret y Arties y te hiciera asistencia. Yo había venido sola, y sola me iba a tener que apañar.
Nos empezamos a sentar a la sombra en el suelo, y en ese momento los de Hoka, que tenían un stand, nos sacaron unas hamacas para podernos tumbar, cosa que se agradeció. Ahí pasamos un rato hasta que finalmente tocó ir hacia la salida, yo estuve hablando con un gallego. Me metí en el mogollón, a la solana, hacía calor, y busqué con la mirada alguna cara conocida, pero no la encontré, y después de un par de vueltas, desistí y me coloqué aleatoriamente en el lugar que me pareció. Miré a derecha y miré a izquierda, fijándome en los corredores: todos salíamos, pero quizá alguno de ellos no terminara, o yo misma puede que no terminase. No quedaba nada, el speaker nos animaba, y entonces oímos por los altavoces a Vangelis, “Conquest of Paradise“. Los pelos se me pusieron como escarpias, y las lágrimas me empezaron a caer por las mejillas de pura emoción. Le agarré fuerte la mano a Priscila, una corredora brasileña que estaba a mi lado, a la que no conocía de nada, y que también lloraba, y en breves, tras la cuenta atrás, nos dieron la salida. Empecé a correr, mientras el corazón me latía a toda pastilla.
Los primeros metros creí levitar. Envalentonados por los ánimos de la gente congregada, no éramos conscientes de todo lo que nos esperaba por delante. Pero esos metros fueron pura magia, algo más de 400 corredores (23 de ellos mujeres) saliendo con toda la emoción del mundo hacia un recorrido trepidante. En esos metros vi por primera vez a Ángel (de primeras no le había reconocido) y también me saludó un corredor con el que coincidí en la Nafarroa Xtrem. También Juan, el señor mayor (que le decía yo) de mi primera ultra de Guara Somontano (él creo que intentó la CDH de 100 km). Seguimos corriendo, bajo un sol de justicia, por delante una corredora echaba a andar, y pensé para mis adentros que mal asunto: el primer corte obligaba a correr.
La estrategia que iba a llevar en carrera era clara y sencilla: centrarme única y exclusivamente en cada tramo, como si se tratara de una carrera individual. Para eso, y gracias a los consejillos de Ana (del Molino), me había configurado las pantallas del reloj para ver km y tiempo de cada vuelta, el desnivel positivo y negativo por vuelta, el tiempo transcurrido, la hora del día (fundamental) y también los globales, aunque la idea era hacerles “menos caso”. De esa forma, si me centraba en cada segmento, evitaría desmoralizarme al pensar en el global de km que quedaban. Por supuesto, había quitado la vuelta automática por km, y la idea era dar vuelta de manera manual cada vez que llegaba a un punto de control. Como llevaba la chuleta con los puntos de control, desnivel de cada tramo, etc., me podía hacer una idea de cada segmento. Es una información que, no obstante, la organización facilitaba en cada control.
En los primeros tramos ya por sendero conseguí por fin ver a Víctor, que iba con Dani (también de Trail Running Zaragoza) y después a Flora. Con Flora pude compartir unos km de carrera, por senderos a cubierto que nos daban un poco de tregua, mientras poco a poco ascendíamos los casi mil metros hasta el primer avituallamiento, Pomaròla, en el km 10,7. Eran las 17:48, y el paso del último corredor estaba estimado sobre las 18:18. Yo este punto no tenía muy claro si era corte horario, pero desde luego que corrí como si lo fuera. El margen era de apenas media hora sobre el límite, pero confiaba en que la dinámica cambiase un poco.
En el avituallamiento (me pareció oír a una chica decirme que era la cuarta, poco iba a durar la alegría, y muy probablemente se había liado) paré lo justo a reponer botellines. Yo estrenaba unos botellines blandos de Compressport de 600 mL cada uno, algo aparatosos pero que me evitaban tener que ir rellenando el tercer botellín que llevaba. Sin mucha distracción, tiré para arriba, pronto volví a ver a Flora, a una corredora portuguesa con coletas (que me salía todo el rato “fragata portuguesa”), y a mi lado un par de chicas que corrían con sus (creo) parejas. Flora iba concentrada y yo cascando por los codos, luego que se me va la fuerza por la boca...
El siguiente avituallamiento era en Gèles (con paso por Santet de Casau), con corte horario a las 21:15. En total, 10 km, con 831 m de subida y 967 m de bajada. Pude seguir el ritmo de Flora poco más, porque aunque hubiera sido un puntazo, Flora está muy fuerte y baja mucho mejor que yo. Una vez que subí a un punto, la vi bajar y ya no la volvería a ver en horas. El paisaje era espectacular en este tramo, y aunque llevaba el móvil relativamente a mano, ni me molesté en sacar fotografías, jamás hacen justicia a lo que el ojo ve.
Tuvimos subidas, bajadas, un tramo de cresteo bastante divertido donde una nube nos dio tregua, y poco a poco nos fuimos acercando al avituallamiento de Gèles. En las bajadas, yo le decía al de detrás que me pidiera paso, pero la mayoría de las veces no recibía respuesta porque estaba mayormente rodeada de extranjeros (de los 437 corredores que tomamos la salida, 186 éramos españoles). Cuando veía que era algún sueco, soltaba alguna chuminada en noruego, que fundamentalmente era algún taco (Herregud) y poco más. Risas, más risas, el calor nos iba dando tregua, y por fin el avituallamiento, el cual alcancé a las 20:09 (eso me daba una hora sobre el corte). El avituallamiento estaba en un paraje espectacular, de un verde intenso mientras las luces iban disminuyendo. Comí algo, rellené el agua, y para adelante. Todavía era reticente a sacar el frontal.
Siguiente parada: Artiga de Lin, 10,1 km, 541 m de subida y 721 de bajada. Mezclo un poco los paisajes de la primera tarde, pero tuvimos unos cuantos tramos por zona boscosa, pisando hojas de árboles que amortiguaban bastante la pisada. Artiga de Lin era un avituallamiento de los completos, y fue como alcanzar el paraíso después de toda la tarde con calor. Aproveché a comer algo y por supuesto a sacar el frontal, ya que eran las 21:59 y la noche la teníamos ya encima. Entre la gente vi a Priscila. El corte en este control era a las 23:00, así que aún tenía un poco de margen sobre el corte. Seguía siendo algo justo, pero quedaba mucha carrera por delante. Aproveché la presencia de baños químico. Y como era habitual, volví a darle a la vuelta al reloj para concentrar todas mis energías en el siguiente tramo, ya nocturno.
Conforme la noche nos engullía, el silencio se hizo dueño del ambiente. Apenas se oían conversaciones, salvo las de algunos corredores que iban corriendo juntos. Era la primera vez que usaba el frontal Petzl Swift RL, de más lúmenes que mi viejo Actik, y lo había puesto en el segundo modo más intenso, pensando que duraría. Pues no. Creo que a las tres horas de encenderlo empezó a parpadear, y tuve que pedirle a un corredor que me iluminara para sacar el viejo. Menos mal que como iba bien de baterías, iba a tener frontal también para la segunda noche. Otra de las cosas que recuerdo de la noche es a un pobre corredor que le entró flojera y se puso ahí mismo, en el camino. Por no verle el culo apagué el frontal, a riesgo de pegarme una leche, pero pobre hombre...
La Cabana de Poilanèr se alcanzaba tras 8,5 km en los que subíamos 1.047 m y bajábamos 581 m. Como para olvidarme de esa subida... Se vislumbraba la mole en medio de la noche (estábamos en cuarto creciente), y el camino subía, en medio de las piedras, en un periplo que me recordaba, a grandes rasgos, la subida al Aspe (aunque esta última es mucho peor). Alcancé el punto de control a las 00:26. Estábamos a 1.940m, y se notaba más fresco, así que me puse el chubasquero, ya que empecé a tiritar.
El fresco se me pasó pronto en cuanto tuve que tirar para arriba en la zona del Portillón. El tramo pasaba por Còth de Bareja, y en 9,3 km (6,2+3,1) ascendíamos 511 m (484 +27) y descendíamos 1.160 (664+496), en un cresteo continuo por la zona. Me estaba entrando sueño, arrastrado de los madrugones de toda la semana, y me tomé un gel con cafeína. Fue como un chute inesperado y me puse a trotar en medio de la noche con ganas. Aunque el grueso de corredores se había empezado a estirar notablemente desde la salida, aún era posible ver a grupos por delante y por detrás. Esta zona la recuerdo hipnótica. Alcancé el punto de control del Portillón a las 02:50 de la mañana. Si mal no recuerdo era un avituallamiento, entré a él en pleno subidón, lo que provocó las risas de la voluntaria que me dio coca cola. Yo llevaba en los botellines unas sales que le compré a mi hermana, y se habían pringado los tapones y me costaba la vida desenroscarlos. Teniendo en cuenta que el corte horario en este punto era a las 05:30, había conseguido ya un margen de 2 horas y 40 minutos sobre el corte horario, que si bien es cierto que era muy susceptible de cambiar, me venía bien para ir sin agobios, al menos de momento.
Desde este punto sólo me separaban 6,5 km de Bossòst (151 m D+, 735 m D-), es decir, de la bolsa de vida, y de superar el primer tercio de carrera, que también acumulaba más desnivel. Este tramo lo hice en piloto automático, y alcanzaba por fin el pabellón que habían habilitado a las 04:38 de la madrugada. Justo cuando entraba, Flora, que estaba con Silvia y su pareja, salía. También vi a Víctor, que incluso había echado una cabezada, ya que nos habían preparado una zona de descanso. Yo, fruto del gel con cafeína, estaba algo hiperactiva. Aproveché a hacer un cambio completo de ropa, a utilizar el baño, comprobar que la amiga la de rojo quería como medio bajar (no lo hizo pero casi), a limpiarme un poco las piernas de la tierra acumulada, a ponerme esparadrapo en la espalda donde me estaba saliendo una rozadura, y a comer algo. Había pasta y arroz pero la verdad que no me entraban y opté por sándwich de nocilla, y coca cola, que me suele sentar genial en estos achuchones. Cargué un poco el reloj y el móvil, y aproveché para comprobar si Martin estaba en carrera (lo estaba, aunque por detrás) y comprobar que Lurdes Palao iba segunda de la general femenina. Estuve un rato hablando con Gina, una corredora que iba con unos amigos, que ya la había visto en carrera, y que según me dijo llevaba mal las tripas y probablemente abandonara. El año pasado había hecho la CDH, y llegando a ese avituallamiento, ya había hecho el tercio que no había visto de la carrera. A mí me dio la sensación de entretenerme más, pero acabé abandonando el avituallamiento a las 05:03 de la mañana. El corte horario estaba establecido a las 06:45.
Salí del pabellón algo destemplada y me tuve que volver a poner el chubasquero. Estuve un rato hablando con uno de los amigos de Gina, y ya comenzamos a trotar. Me tuve que parar, parecía que las tripas estaban un poco reguleras, pero al final respetaron. Después de algo más de 12 horas, la cabeza la nota abotargada, y me empezó a doler bastante. En el pueblo de Les me senté en un banco, me quité el chubasquero (tenía calor) y me tomé un ibuprofeno, que fue el único en carrera (si el cuerpo te duele, es que te está mandando señales), y conseguí que se me pasara el dolor de coco. Gina ya había salido del avituallamiento e iba con un amigo, pero me comentó que pensaba retirarse en el siguiente.
Camino de Canejan, la cabeza me empezó a hacer cábalas sobre cuánto podría tardar en hacer el resto de la carrera. Pero el primer tercio era engañoso: aunque acumulara más desnivel, también al hacerse el primero, te pilla mejor, y la experiencia me dice que las segundas mitades de carrera, aunque supuestamente sean más sencillas, se tarda más en completarlas porque se suma el cansancio, especialmente el de la segunda noche. En mi caso quedaban dos tercios, y de ellos, sólo conocía en parte el último, coincidiendo con la PDA, y había tramos modificados, así que deseché las cábalas, y me centré en lo importarte, que era llegar al próximo avituallamiento.
Estaba amaneciendo y me notaba con un sueño en aumento. El camino hasta Canejan era muy sencillo, 8,5 km con 490 m de subida y 301 m de bajada. El camino era bastante llano excepto las últimas zetas del final hasta llegar al pueblo, las cuales se me hicieron interminables. Llegué molida al avituallamiento (a las 06:53), entré en el interior (estaba a cubierto) y me tumbé sobre una especie de altillo que había. Apoyé la cabeza en la mochila, me puse el despertador para 10 minutos, y acabé abriendo los ojos 25 minutos más tarde. Me levanté como accionada por un resorte, acojonada de que se me hubiera ido la olla, y una voluntaria, mirándome, me dijo: “Ay, no sabía qué hacer, estabas tan dormida...” Efectivamente, había caído como un tronco, pero también es verdad que me sentó de maravilla. Se me pasó la modorra, temporalmente, y resucité ahí mismo. Eran poco antes de las 07:30 y el cierre en ese control era a las 08:45. Bueno, parecía que había perdido algo de tiempo, pero una de las mayores lecciones de esa carrera fue precisamente esa: a veces invertir unos minutos en cerrar los ojos, te evita perder tiempo después dando traspiés.
Cuando salí del avituallamiento y eché a correr con una energía inusitada, me di cuenta de que el hecho de no haber pausado el reloj había hecho que me regalase como 4 km en el avituallamiento. A partir de ese momento, paré el reloj en los avituallamientos en los que iba a permanecer más rato, retomando la actividad al salir de él. Tampoco era una gran pérdida, pero claro, ese tramo iba un poco a ciegas por lo que a km en total se refería.
A estas alturas de la carrera, el pelotón inicial de corredores se había dispersado por completo, y a partir de este punto, íbamos a coincidir unos cuantos en distintos tramos, los “amiguis” de carrera, que les digo yo, gente que conoces hace cinco minutos y parece que te hayas pegado con ellos eones.
Sobrepasé a un par de corredores que ya había ido viendo por el camino, y me puse a la par primero de Paul, un corredor rumano, al que le recordé la maravillosa cocina rumana (me pidió entre risas que no se la recordara, que le entraba hambre), luego de un chico belga (Benoît) al que le recordé las mitraillettes (unos contundentes bocatas que me comía en Bruselas), y también al “hombre del pantalón Compressport roto”, que según me dijo lo llevaba porque era su “pantalón de la suerte”. La lástima es que de muchos de ellos no sé el nombre, aunque quizá volvamos a cruzarnos. Este tramo se me hizo rápido, a una temperatura ideal (de momento), y alcancé Sant Joan de Toran a las 08:39 (5,9 km, 401 m de subida, 288 m de bajada), siendo el corte horario a las 10:15. En ese avituallamiento aproveché a quitarme las piedrecillas de las zapatillas, también a ir al baño químico, y ante la pregunta de qué tal iba, pues aunque cansada, con muchas ganas de seguir. Y ya que estaba, le mandé un audio a mi padre, diciéndole que llevaba como 70 km, y que estaba bien porque había descansado. Casi nada lo que me quedaba, ahora que lo pienso.
Tras un corto tramo de pista cómodo, pasando por Eth Pradet, en el que todavía podía correr, empezaba el segmento que más duro se me hizo en carrera y también más largo: primero 8,7 km hasta Còht de Uèrri, donde ascendíamos 1.263 m y descendíamos sólo 93, y después 4,4 km hasta Pas de Estret (205 m de subida, 323 m de bajada). El paraje era espectacular, pero el sol ya nos daba con toda su fuerza, y en cuanto el sendero empezó a ganar altura, tuve que pararme en una sombra para ponerme crema en los brazos, que notaba que me ardían. El paso era lento, los corredores apenas cruzábamos palabra. Poco a poco, el sendero iba zigzagueando hasta perderse a la vista. Aproveché uno de los cruces con el río para remojar la cinta de la cabeza, lo cual me dio vida. Un corredor con pelo rizado y gafas (que podría pasar por hermano mayor de Paul Jordán) iba prácticamente a mi par, mientras resoplábamos del esfuerzo. El sendero seguía subiendo, y pequeños corredores se adivinaban en la distancia. El camino se perdía por la ladera y parecía no tener fin. Esa subida se hizo interminable. Pasamos junto a una placa, donde un montañero había perdido la vida. El sendero tenía una caída importante no muy lejos, y verbalicé que no me extrañaba en ese tramo. No es que fuera peligroso como alguna cresta estrecha, pero la verdad que había que tener cuidado de no salirse del camino. También vi por ahí al “italiano de los bastones extraños”, y la fragata portuguesa. Nos íbamos haciendo la goma unos a otros. Le recomendé al belga que mojara su gorra en el agua, porque el sol nos daba de pleno en toda la cabeza.
Yo ni recuerdo el rato que estuvimos subiendo, la verdad que comprobando el desnivel de subida, normal que se me hiciera eterno. Los pasos eran lentos, muy lentos. Por fin llegamos a una zona más llana, junto a un lago, donde había algo de sombra. Los corredores aprovechaban a descansar por los laterales del camino. El doble de Pau se puso en una piedra, le pregunté si estaba bien y me dijo que necesitaba descansar. Yo seguí para adelante, ya descansaría si podía en el avituallamiento. Iba comiendo a demanda, el cuerpo me pedía energía. Y sales a tope, no quería que me diera una pájara.
Pasamos por la zona de las Minas de Liat. El paisaje era inhóspito y a la vez hipnótico, la piedra resaltaba bajo un sol de justicia. Daba los pasos de manera automática, procurando no caerme. Le dije a un corredor que seguro que el avituallamiento estaba detrás de una loma. Y sí, por fin lo vimos a lo lejos. Por fin alcancé el avituallamiento de Pas Estret a las 12:50 del mediodía. Era un avituallamiento intermedio y ahí no había mucha comida, pero aproveché a coger unas gominolas y a sentarme un rato en la sombra tras unos tragos de coca cola que me sentaron genial. Volví a sacar el móvil, como había ido haciendo de manera puntual en los avituallamientos, para comprobar que Martin seguía en carrea, ver que Flora que iba como un tiro por delante, para ver los mensajes de Santi (que tenía mi número del trabajo) dándome ánimos, y que peculiarmente en mi caso, era o bien segunda o tercera de mi categoría. Me olía la tostada que era porque no había más chicas en mi franja de edad, pero oye, que bienvenido sea. Intercambié unas palabras con el chico rumano, con otros corredores de diversas nacionalidades, y dando las gracias como siempre a los voluntarios, me puse en marcha para no apalancarme demasiado.
Tocaba el ascenso al Còth de Montoliu, 6,3 km, 583 m de ascenso y 164 de descenso. Me empezó a entrar modorra. “Aguanta un poco más”, pensé, “Aguanta hasta un mejor sitio”. Pero yo no aguantaba, y tras ascender unos cuantos metros, me tuve que parar en probablemente la piedra más incómoda de la puñetera subida, pero me tuve que parar. Me tumbé boca arriba y me puse el despertador para 10 minutos. Supongo que algún corredor pasaría por mi lado, pero era una tónica habitual ver a corredores tumbados a lo largo del camino. Al principio les preguntas que si están bien, pero cuando ves que están respirando, te das cuenta de que son las paradas más que necesarias para poder proseguir, pero la verdad que yo siempre miraba que estuviese bien, me daba cosica dejarlos solos, y es una regla escrita a fuego en esto de las carreras por montaña...
El Sol me daba de lleno pero caí profundamente esos 10 minutos. Y renovada, proseguí la marcha hasta el control, que finalmente alcancé a las 15:00. Le pregunté a la voluntaria cuánto quedaba hasta Montgarri. Exactamente 7,6 km con sólo 27 m de subida y 849 m de bajada, en un sendero pedregoso que atravesaba varios pequeños túneles y una zona con raíles de me imagino la antigua mina. Una zona diferente y a la vez espectacular para mi ojo urbanita.
Troté con ganas en las partes que pude, respiré el frescor en los túneles, que aunque cortitos te daban una pequeña tregua del sol. Empecé a bajar por las lajas de piedra, volví a mojar la cinta de la cabeza. El sendero fue mejorando paulatinamente hasta alcanzar una zona de tierra muy fina. Me vine arriba bajando y llegó el hostión: pisé el lateral del sendero, perdí estabilidad del pie derecho, y caí sobre el lateral derecho de mi cuerpo, raspando parte del codo y llevándome por delante parte de la piel. Me levanté, el corredor al que había adelantado porque estaba caminando me ayudó al levantarme, otro comentó que “bad luck”. Me miré el lateral del codo, llevaba un raspón grande, y un bulto extraño que amenazaba moratón de los de campeonato. Escocía y salía sangre, y resignada y con las piernas aun temblando, tiré para adelante.
Me crucé con un par de senderistas/voluntarias en el camino, y creo que fue la única mala cara que puse, lo cual siento en el alma. Cuando llegué a su altura y me dijeron que quedaban aún 2 km, me vine un poco abajo, se me estaba haciendo más largo de lo esperado, y yo tenía en mi cabeza que estaba ya en el avituallamiento. Pero no.
Y tocaba seguir, aproveché el cruce con el río Arriu deth Horcalh para remojar la herida y limpiarle un poco la tierra. Teniendo en cuenta el lugar en el que trabajo, seguro que no me moría de una infección... Seguí medio trotando hasta alcanzar una pista en muy buen estado, y ahí me llevé la sorpresa: a lo lejos vi a Ángel Salvo. Me alegró verlo, pero no el por qué. Había abandonado a los 30 km por estar fuera de tiempo, ya que según él le faltaba entreno. Me había estado siguiendo y vio que podía alcanzarme en ese punto. No tengo más que palabras de agradecimiento, después de 24 horas de carrera y ni quería saber cuántos km, ver una cara amiga era muy de agradecer. Hablamos un rato, medio trotando medio caminando, y ya se despidió de mi cuando alcancé el avituallamiento de Montgarri a las 17:04 (el corte horario era a las 19:45), situado al otro lado del río. Me invadió un sentimiento de déjà vu, y no era para menos: yo había estado en ese pueblo con Raúl el año pasado, cuando hicimos una caminata desde Beret, en mi caso para soltar un poco de la carrera del día anterior. Recordaba su iglesia y lo bucólico que me parecía el entorno.
En el avituallamiento paré para comer gominolas, la voluntaria se reía porque le decía que era una puñetera, que sólo me comía las naranjas, mis favoritas. Les comenté que me había caído y tanto ella como un señor hicieron todos los posibles por limpiarme la herida y dejármela lo mejor posible, a la espera del avituallamiento de Beret. La hija de la voluntaria me echaba una mano y decía que quería despedirse de mí “porque le había caído muy bien”. A pesar del cansancio, a pesar de la caída (que molestaba) no quería dejar de sonreír. Ejercí de traductora para un corredor extranjero que quiso abandonar en ese punto, le dije que le podían llevar de vuelta, se creyó que YO era la que lo iba a llevar de vuelta. Risas y más risas. No hijo no, yo seguía en carrera, estaba yo con ganas de abandonar...
(Continuará)