CC100, los 100 km más largos del mundo ya son míos

la_hansen
Carreras de montaña
28/09/2022

Cuando hace un año abandoné en Canal Roya por ir muy justa de tiempo, sabía ya en ese preciso instante que iba a volver. Lo firmaba en la crónica, y así lo cumplí. Así que cuando salieron de nuevo las inscripciones, no esperé a que me entraran demasiadas dudas, y me inscribí enseguida, al margen de lo que surgiese después. Más adelante me apunté al que se convertiría en el objetivo del año, las 100 millas de Arán, pero eso no evitaba que me quisiera quitar la espina que tenía clavada. ¿Daba pereza? Pues un poco sí, pero no quería pensar en ello demasiado.

 

Pasó Arán, pasó el verano y las vacaciones (quizá no hubo tantas caminatas como en Eslovenia, pero al menos, hubo altura en Colombia), y en dos semanas llegaba la carrera. Los últimos días de las vacaciones me puse mala de la garganta y volví acatarrada, que descarté como Covid. Parecía que luego me iba apañando. A nivel anímico, las cosas estaban tristes por la pérdida que sufrió un gran amigo mío (la madre del Heavy). Así que la cabeza estaba un poco en otra parte, no es que no tuviera ganas, pero me pillaba con muchas cosas en el coco. Confiaba que, una vez que me pusiera en marcha, me iría centrando y me iría animando; supuestamente estaba que me tocaban “esos días” (me llevé un arsenal de ibuprofeno, por si acaso), pero (y hago spoiler) parece ser que mi cuerpo fue sabio y se esperó a que pasara la turra por el monte.

 

Me cogí fiesta el viernes 9, día de la carrera. La idea era, como siempre, dormir todo lo posible, ya que salíamos a las 10 de la noche, y tenía muy claro que me podía ir a las 39 horas tranquilamente (de hecho, iba mentalizada en que probablemente pasara). Ya tenía todo apañado en las bolsas de vida, me llevaba ropa para cambiarme (camiseta, calcetines, buff), comida extra, baterías y poco más (alguna galleta de chocolate y unos batidos para animarme a ir a por ellos). Iría con las mismas zapatillas todo el rato, las Adidas Terrex Two Boa que la verdad, en mi caso, habían ido de puta madre. Al final opté por llevar la mochila Dynafit, que cabe mucho (y tenía que llevar hasta cubrepantalón) y los botellines de Compressport, pero no les acoplé los tubos largos, cosa de la que me arrepentiría en unas horas (spoiler: acabé muy fastidiada de las cervicales).

 

Descansé todo lo que pude, una buena ducha, comí macarrones con Raúl, y mientras él se iba al pueblo a ver a sus padres, yo ya me iba para Canfranc. Paré en el club Peña Guara y recuperé un peine milenario que me dejé en su momento (voluntariado del GTTAP) en la Escuela de Montaña de Benasque. Llegué a Canfranc Estación poco después de las 7 y media de la tarde, y conseguí aparcar en un sitio privilegiado, justo entre el Pabellón Polideportivo y la salida de la carrera.

 

Me fui a por el dorsal. Me encontré con Ángel, con quien tenía una cita nocturna en el Aspe. También a Josevi, él hacía la maratón (había hecho la UTMB hacía dos semanas). Yo iba algo nerviosa, las cosas como son. Canfranc es mucho tomate y era consciente, pero tenía claro que si las sensaciones eran malas o ante la mínima duda, abandonaría. No me iba la vida en ello, y así debía ser. En el pabellón me encontré con Javi, de Muniesa. Estuvimos charrando un rato. Como voluntaria estaba Virginia, la chica pequeñica con la que compartí km en la Nafarroa Xtrem y que está más fuerte que un pistacho cerrado (había hecho la maratón de Tena la semana anterior). Ella y un compañero de club estaban ayudando a la organización, ya que entre Álex Varela y los chicos de la Nafarroa Xtrem hay muy buen trato.

 

Me fui a tomar una Coca Cola con Javi, él iba a la maratón, si mal no recuerdo. Me vino bien un rato de charla. Ahí vi a Belén, había sido mi escoba el año pasado desde Formigal hasta Canal Roya, este año no podía ejercer como tal porque estaba operada, a raíz de una lesión en el Maratón de las Tucas. Le dije que este año sí que era el año, y que quería acabar. También me encontré con Óscar de mi club (había corrido el km vertical ese mismo viernes, haciendo podio de su categoría). Estaba cenando con su tío Javi (un máquina). Y ya algo pasadas las 8 de la tarde, fui hacia el coche, para terminar de apañar todo. Me puse el frontal y poco antes de las 9 y media de la noche me dirigí al corralito de salida con mis mochilas de vida y unos nervios del copón que, inevitablemente, siempre tengo.

 

Ahí en el corralito estaba Elisa Baquedano. Hacíamos equipo (Las Trepamontes), no teníamos que hacer la carrera juntas (ella corre mucho), y ambas teníamos ganas de terminar. Elisa había abandonado el año anterior en Ibón de Truchas. Lo mismo pasaba con Lourdes Palao, que el año pasado había abandonado y tenía ganas de quitarse la espinita. A Lourdes no la vi ahí, y como imaginé, hizo un carrerón tremendo (spoiler: quedó tercera de la general femenina).

 

Ya nos dirigimos a la salida. A mí me hicieron un control de material obligatorio, me pidieron tres cosas al azar (las llevaba todas). Y nos sumergimos en el poco más de centenar de corredores, preparados para salir. Brincos, pillar la señal GPS, miradas de soslayo para captar alguna cara conocida... De repente “Blanco y Negro” de Barricada y a lo que nos quisimos dar cuenta, ya estábamos corriendo en medio de la marabunta que animaba a pie de calle. Me había puesto el chubasquero un rato porque estaba fría, pero me lo había quitado antes de salir a correr, porque intuía que iba a entrar en calor enseguida (me pasó el año pasado y pintaba parecido). Álex nos advertía de cuidarnos del frío en las zonas en altura.

 

Yo llevaba una nueva chuleta de tiempos preparada. Además de los desniveles y distancias de cada tramo, llevaba las horas de corte y los tiempos de paso estimados del último corredor. En el reverso, llevaba mis tiempos de paso del año pasado hasta Canal Roya, para tenerlos como referencia. Mi objetivo inicial era llegar a Canal Roya con suficiente colchón como para poder afrontar el resto de la carrera con garantías. De manera ideal, quería llegar a las 9 de la noche (antes lo veía complicado, y no me quería frustrar), y como muy tarde, media hora antes del cierre de control. Para eso, me había fijado unos objetivos parciales, y era mejorar claramente esos tramos que se me atravesaron el año pasado:

 

  • El tramo de ibón de Bucuesa a ibón de Ip. Me fié de las horas de paso estimadas, y cuando pasaron dos horas en lugar de una, mi moral ya empezaba a mellarse.
  • El tramo de Cascada de las Negras a base de vida de Formigal: era un tramo diferente con respecto a la ultra de 75km que había hecho en 2020. Como no se subía al pico Porrón, y eran menos km, asumí que era más sencillo. Error. La última canal empinada y la posterior bajada se me hicieron interminables, por lo que llegué a la bolsa de vida completamente desmoralizada, lo que marcó el inicio del fin.
  • La bajada desde vértice de Anayet hasta campamento de Canal Roya: es un tramo que no es complicado, pero como iba con la idea de abandonar, iba muy desmotivada y tardé demasiado, además que iba medio dormida. Lo del sueño había que mejorarlo, y lo de la motivación más.

 

Afronté las primeras zetas de subida con ganas. Yo ahí podía correr y lo hice en la medida de lo posible, no porque fuera a ganar, ni muchísimo menos, pero es un control que me agobia un poco, ya que es algo estricto y no conviene despistarse. Es complicado adelantar en este tramo porque salimos todos juntos y la gente opta (sabiamente) por no venirse excesivamente arriba, pero es que yo no lo puedo evitar y además necesito entrar en calor. Con paciencia, me di caña y si se podía, adelantaba algo (que ya lo perdería bajando). Sin pasarme tampoco, que no merecía la pena. Algo por delante iba Elisa, muy bien. Por detrás, un corredor mexicano con el que intercambié palabras, y Marta Ccorahua, una peruana que me sonaba a mí que era de las que corría mucho y por delante (y estaba en lo cierto, porque una vez que pasó por mi lado, empezó a correr y correr, aunque se acabó retirando en Canal Roya a las 2 de la tarde). También intercambié palabras con ella de su lindo país y de comidas varias que no veas (soy una puñetera turras, que me tiren por el barranco ya). La luna, casi llena, resplandecía en el cielo e iluminaba las paredes majestuosas, rocosas, que nos rodeaban. No podía haber una mejor temperatura.

 

Corre que te corre, alcanzamos la parte final del ascenso, por hierba y piedras, hasta llegar al Paso de los Sarrios en sí mismo, en el que hay que ir de uno en uno sin adelantar y en mi caso agarrando la cadena. Poco antes del paso me había intentado adelantar un corredor, pero yo tenía como a dos o tres pegados justo delante, poco le merecía la pena. El paso en sí no era muy complicado, hay que ir con cuidado, eso sí. Yo le tenía miedo pero ya después del año pasado le había perdido un poco (de miedo, que no respeto). En el control, el voluntario ahí ubicado cantaba números cual bingo improvisado. Guardé los bastones una vez que llegué arriba para enfrentarme al pequeño pedregal de bajada con las manos libres. Eran las 11 y media de la noche, había ganado unos minutillos con respecto a 2021. En el pedregal me adelantaron corredores, entre ellos un grupete de Albacete, pero enseguida me quedé prácticamente sin corredores alrededor. Pues sí que se había estirado el grupo pronto. O una de dos, o la gente corría que se las pelaba, o éramos muy pocos. Me parecía a mí que era un combinado de las dos cosas, ya que éramos 118 personas en la línea de salida. Bueno, me daba igual estar al final con tal de llegar. De hecho, la soledad del corredor ultrero no me es nada ajena.

 

El camino mejoró y ahí pude correr, me tomé un gel que me dio alas. Notaba ya que me estaba quedando afónica, la garganta parecía querer hacer de las suyas. Sin embargo, podía respirar bien, y parecía que la capacidad pulmonar estaba intacta. Bien. En la zona de sendero puro y duro, con cuidado de no tropezarme, corrí con ganas para llegar a Canfranc pueblo lo antes posible, que fue a la 01:28. Pasé junto a los corredores de Albacete. En 2021 había llegado a la 01:47. Un montón de gatitos campaban a sus anchas por la calle, tuve que contenerme para no empezar a toquetearlos. Había ganado algo más de un cuarto de hora, lo cual me alegró (no esperaba mejorar en ese tramo).  Ahí estaba Agustín, paleta en mano (paleta’s man), y pasé al interior del avituallamiento, que esta vez era en un sitio cerrado. Ahí llegó al poco rato el mexicano. Recargué botellines, le dije al voluntario que eran una puñeta para cerrarlos en condiciones. Se salía de la boquilla, no había forma, al final atinamos. Comí un huesito, algunas chuches, y salí lo antes posible del avituallamiento para enfrentar sin prisa pero sin pausa la subida al Collarada.

 

Yo ya llevaba los bastones en mano, no venían mal para la subida, con lo reacia que he sido a sacarlos siempre. El camino estaba solitario, me concentraba en cada paso. Poco a poco fui salvando la distancia hasta llegar a la zona de llaneo previa a la cumbre. No hacía demasiado frío para la altura a la que estábamos. Un poco más adelante estaba el avituallamiento, donde recargué agua y comí algo, y ya de paso, saqué el chubasquero y los guantes, porque ahora sí que me estaba quedando un poco fría. Me noté los labios fatal, me había dejado el cacao en el coche y ya se me estaban cortando.

 

Miré el reloj, eran las 04:45 de la madrugada. Vi la serpiente de luz subiendo hacia la cima, y me propuse marcar paso firme y subir en un cuarto de hora lo que me quedaba de desnivel. Paso a paso, cada vez la cima estaba más cerca, y finalmente la alcancé a las 04:57. Me sentí bien, ese mismo punto lo alcancé a las 05:29 el año pasado. Había ganado una media hora que me ayudaba mucho psicológicamente.

 

Sin mucha dilación, emprendí la bajada de la cual me acordaba bastante bien. La parte inicial era muy empinada, pero la ausencia de niebla que sí tuvimos el año pasado ayudó a que la enfrentara con más ganas. A lo lejos, se adivinaban luces puntuales, nos habíamos desperdigado por completo. Yo animaba a los de detrás a que me pasaran si se veían mejor, alguno lo hacía y otros se esperaban porque bajaban más o menos como yo. Poco a poco fuimos alcanzando la parte inferior, donde el terreno, aunque picaba para arriba y seguía siendo pedregoso, permitía llevar un mejor ritmo. Algún control en mitad de la noche, y las simas que había que esquivar, pero más o menos todo tal y como lo recordaba. Pronto alcancé la peor parte de este tramo, que era el descenso final al ibón de Bucuesa. Una pareja de portugueses se puso a mi par, y la chica puso el culo en el suelo, para bajar mejor por esa pedrera que desprendía piedras por doquier. Guardé los palos e hice lo mismo (que es lo que hice el año pasado). Mi frontal empezó a parpadear, pues sí que había durado poco la batería (es un frontal nuevo, con lúmenes a cascoporro, pero con una batería de habas). Justo al llegar a la pared de piedra, el frontal hizo kaput, y unos corredores muy majos me alumbraron un poco para poder sacar el otro, ya que quedaba poco para que amaneciera, pero no se veía un pijo.

 

Caminé con cuidado pegada a la pared, y salvé las últimas piedras hasta el ibón de Bucuesa, avituallamiento y punto de control. Eran las 06:54, lo cual me alegraba (07:32 el año pasado), porque había mantenido el colchón horario. Los voluntarios me recordaban del año pasado como “la chica Dynafit”. Me eché unas cuantas risas (sigo siendo la chica Dynafit, yo les patrocino aunque ellos no lo sepan), y me puse hasta el cimbel de chocolate. Agua, y para adelante.

 

El siguiente tramo hasta el ibón de Ip se me había atragantado especialmente el año pasado. Me había fiado de la hoja de tiempos de paso estimados, y me creí que de verdad se tardaba una hora. Una hora para alguien que vaya bien, no para mí. Se me fueron dos horas en ese tramo y me vine un poco abajo. Ahora, sin embargo, iba mentalizada en el rato que iba a invertir, y el ánimo permaneció intacto. El sol ya calentaba, así que fuera chubasquero, frontal, y me puse las gafas de sol. Llegué a lo alto del collado (Campaniles de Ip), y ahí estaban otra vez, Víctor y Dani, de TRZ. Se echaron a reír, me eché a reír, y le dije que este año sí que sí (no tenía ganas de volver a verlos en ese punto). Llevaba los labios cortados hasta límites insospechados, pero no llevaban cacao, como es lo normal, así que me puse a bajar hacia el ibón de Ip. En la bajada, vi a lo lejos a la pareja portuguesa. Poco después me alcanzaron los pocos rezagados que quedaban, lo raro es que no me hubieran alcanzado ya los escobas. Entre ellos Rubén, el mexicano.

 

Finalmente, unas dos horas después, llegué al refugio junto al ibón de Ip. En el avituallamiento nos juntamos unos cuantos. Entre ellos estaba Xavi, había corrido el año pasado junto a Elena, la chica colombiana que terminó la carrera y con la que entablé amistad, pero pasado Canal Roya, tuvo un percance con una rama, se golpeó en la cabeza y tuvieron que ponerle bastantes puntos, así que tuvo que abandonar. Venía con ganas de quitarse la espinita, pero un poco agobiado con los cortes horarios. Lo recordaba porque llevaba un pantalón de Dynafit que yo también tengo (en su versión masculina) y que en Formigal se puso otro, de color amarillo neón (que también tengo). ¿No os había dicho que soy la chica Dynafit?

 

Además estaba el mexicano de antes (Rubén), Samu (un hombre de Burgos, diabético), y algún que otro corredor que era la primera vez que venía por esos lares. En el avituallamiento me tomé un caldo, para templar un poco el cuerpo y por la garganta. Desde el inicio de la carrera me había ido quedando afónica, con alguna que otra flema dando la tabarra. Al menos podía respirar bien, no me estaba afectando a eso. Después de tomar un sándwich de nocilla y más chocolate, y decirle a un voluntario “ya ves que me gusta hablar mucho”, emprendí la subida hacia el collado de la Pala de Ip, para alcanzar la cresta que me llevaría a la Moleta. Iba con ganas y aunque la subida inicial picaba bastante, se me hizo llevadera. En cuanto me puse sobre la cresta, me guardé los bastones y fui medio caminando, medio corriendo, ya que es bastante ancha en gran parte del recorrido. Las vistas eran brutales. Samu, el chaval diabético, aprovechó para sacar alguna foto y vídeos. La Moleta se antojaba lejos pero no lo estaba, hacia el final del recorrido metí el turbo. Coroné su cima sobre las 11:10 de la mañana, que si mis cálculos no fallaban, era como unos 40 minutos antes de lo que había hecho el año pasado (11:49). Xavi, sin embargo, había ganado menos minutos, eso le agobió. La pareja de portugueses, Tiago y Marilia, estaban en la cumbre, descansando un poco. Yo no podía estar más feliz, pero sin esperar demasiado, empecé a bajar por Iserías, un camino que me resultaba ya muy familiar (y van cuatro veces que paso por él). Hacía calor, les dejé a pasar a mis compañeros, me puse crema solar (los brazos me ardían) y lo hice a la marcha (que resultó ser la misma que el año anterior). A Samu me lo encontré parado, le había dado un achuchón el azúcar y se estaba equilibrando de nuevo. Poco tardó en darme alcance.

 

Una hora y media después alcanzaba el control de paso de Cascada de las Negras. Eran las 12:41, más o menos. El cierre de control era a las 14:15 (14:30 en el avituallamiento). No iba muy sobrada, eso ya lo intuía, pero infinitamente mejor que las 13:19 del año pasado. Estaba cansada, hacía calor y era una soba enorme, pero juro que no podía ser más feliz. Como decía el mexicano, un paso más era un paso menos que nos quedaba. En el avituallamiento, a unos 10 minutos del control, di buena cuenta de Gatorade, que me estaba pidiendo el cuerpo, Coca Cola y algo de comer (parece la canción de Mecano). Ya me había tomado algún que otro gel con cafeína para lidiar con sueño, y era consciente de que me iba a volver a entrar sueño en este tramo. Salí del avituallamiento con muchas ganas de llegar a la base de vida de Formigal, y me llevé un botellín extra de Gatorade para el camino.

 

Remojé varias veces el buff de la cabeza para refrescarme, el calor agobiaba en esa zona y a esas horas. El valle de Izas estaba plagado de vacas que pastaban tranquilamente, y de paso, se habían comido alguna (casi todas) balizas del recorrido. En un momento dado, dudé de si estaba siguiendo bien el camino. No se veía ninguna señal, así que recurrí al reloj. Iba bien. Un poco más adelante, vi que sólo quedaba el palito de una de las balizas, así que fui buscando con la mirada alguno más. Me metí algo de caña, intentando alcanzar a alguno de los corredores rezagados. Muy de cuando en cuando, alguna ráfaga de aire nos daba tregua. Alcancé lo alto del collado de Izas, y giré hacia la izquierda, para tomar la cresta que separaba los valles. Le comenté a una voluntaria el tema de las balizas, que resulta que habían repasado esa misma mañana.  

 

Este tramo ya no me pillaba de nuevas, y sabía que aunque el avituallamiento parecía estar “ahí mismo”, quedaba recorrer parte de la cresta y llegar hasta una canal de ascenso. En la canal me encontré al mexicano (de Oaxaca, por cierto) jurando en hebreo, lo veía peligroso y había ralentizado el ritmo. No es para menos, en ese tramo lo mejor que se puede hacer es guardar los palos y recurrir a las manos para trepar. Así hice, y una vez arriba, bromeé con los voluntarios si no había un camino asfaltado hasta la estación.

 

Afronté la bajada inicial con más pena que gloria, era empinada e iba con cuidado. Poco a poco fue mejorando y terminé los últimos metros trotando con ganas hasta el avituallamiento, mientras los voluntarios me aplaudían. Eran las 16:23. Me hubiera gustado llegar algo antes, pero era mejor que las 16:54 del año pasado. Pero no muy sobrado, las cosas como son. Pasé al interior del avituallamiento, e hice cambio de calcetines, camiseta, buff del cuello y de la cabeza. Ahí estaba la pareja de portugueses, dudando de si seguir o no. Y estaba Xavi. Xavi quería abandonar, su (creo que) hija le animaba a seguir. Él decía que veía muy justo el corte (a las 17:30 se cerraba ese control), y que si comparaba con los tiempos que hizo en su momento (creo recordar que se refería a la de 75), que no le daba tiempo. Yo le intenté animar a que siguiera. Yo no quería cometer el mismo error del año pasado. Es cierto que no iba sobrada, pero de ahí no me iba, si acaso me echaban. Iba a intentarlo con todas mis fuerzas, y sobre todo, me iba a olvidar de mis tiempos de cuando hice la de 75. Esos tiempos eran una mierda, las cosas como son, porque ese año tuvimos más margen del que daban ahora. Pero teniendo en cuenta que fue el año de la pandemia, que estaba fuera de forma, y que los entrenos habían brillado por su ausencia (entre encierros y restricciones perimetrales, pues la cosa estuvo jodida), lo mejor que podía hacer era olvidarme de esos tiempos y hacerlo mucho mejor. Esos dichosos tiempos que me apunté en la chuleta me hicieron abandonar el año pasado. Porque en Canal Roya yo empezaba a hacer cuentas y no me salían por ningún lado. Y ahora iba muy mentalizada. Sabía que debía esforzarme, pero es que quería esforzarme. No me frenaba ni el acorazado Potemkin.

 

No logré convencer a Xavi, pero eso son decisiones muy personales, y uno sabe mejor que nadie cómo se encuentra anímicamente para seguir o no. Cuando la cabeza falla (y lo sé porque me ha pasado dos veces), es complicado remontar. Los portugueses se animaron a seguir (además, tal y como les dije, la retirada desde Canal Roya era sencilla). Yo me entretuve lo justo, y acabé saliendo de ahí con Samu, que estaba con dudas, así que le dije que si quería, afrontábamos el resto de carrera juntos (consejo de Jordi). Un francés se retiraba, y el mexicano también. El mexicano se había venido de vacaciones a España para, entre otras cosas, hacer la carrera. Ojiplática, le dije que eso le daba una vuelta de tuerca a mi concepto de “turismo extremo” o “torturismo”, por mi costumbre de caminar mucho en vacaciones... En este avituallamiento miré por primera vez el móvil. Ahí me enteré de que Elisa, mi compañera de equipo, había abandonado en ese punto unas cuantas horas antes (iba con muy buenos tiempos), y me animaba a seguir. Por otra parte, vi la estimación que me hacía Tempo Finito de mi llegada a meta, y me decía que llegaba a las 13:30 del domingo como poco. Eso quería decir que no llegaba, pero como no es la primera vez que las estimaciones no tienen nada que ver con la realidad, me propuse darle un zasca en toda la boca

 

Y ya salimos de ahí. Tocaba la subida al vértice de Anayet. El año anterior me dormía subiendo e iba medio derrotada, a pesar de los ánimos de Belén y otra escoba, pero esta vez iba mucho más despejada y con ganas. Samu me iba hablando, y yo hablaba como podía, con mi afonía. Le iba explicando un poco lo que veíamos, que si el Midi al fondo, que si el ibón de Anayet, que si el Anayet, que el vértice se subía por allá, que si se oían las marmotas... Le propuse darnos brío, pensando mentalmente en llegar a las 7 de la tarde a la cúspide. Sin embargo, tuve que parar unos escasos  minutos, pero como me quedaba fría, decidí seguir. A lo lejos se veía a los portugueses, a los que prácticamente alcanzamos en la canal de ascenso al vértice. Y ya con mucha ganas, afrontamos los últimos metros de subida, donde los voluntarios le daban al cencerro cosa mala, con me imagino muchas ganas de irse. Supuestamente no éramos los últimos, pero me daba a mí que de haber alguien detrás, se iba a retirar. Eran las 18:58 (vs. 19:36 del años pasado). Nos pusimos a bajar, yo me coloqué el chubasquero, ya que tenía algo de fresco en la cumbre. De paso, saqué el frontal y me lo enrollé en la muñeca, intuía que lo iba a necesitar.

 

La primera parte de la bajada fue más lenta, luego pudimos darnos más brío. Samu paró un rato, y yo seguí bajando, sabía que iba a alcanzarme. Le fui explicando un poco por dónde se bajaba, se hacía algo largo pero había tramos en los que se podía correr, y así hicimos. Cada vez estaba más oscuro, pronto fuimos paralelos al río. Samu tuvo una alucinación, creyó ver un coche blanco junto al río. Luego yo tuve otra, confundí un reflejo del agua con el avituallamiento. Seguimos corriendo y ya me puse el frontal porque corríamos el riesgo de tropezarnos. Cruzamos por un puente y alcanzamos el tramo final de pista, de unos 2 km. Ahí adelantamos a los portugueses, que me temía que iban a retirarse. Corrimos con ganas, y por fin alcanzamos el avituallamiento del campamento de la Canal Roya a las 21:14. Me sentí muy bien, el año pasado llegaba ahí justo en el corte, 22:04. El panorama era totalmente diferente.

 

Se volcaron en el avituallamiento. “¿Queréis un poco de longaniza, un poco de chistorra?”. Me parecía tentador pero no me atrevía, tomé caldo, que me había estado sentando fenomenal. Un poco de tortilla, bien de Gatorade... Llamaron a Elena, mi ángel de la guarda del año anterior, quien me acogió en su casa sin conocerme de nada. “Esta vez no hace falta”, le dije. Me dio un abrazo y se alegró mucho de verme. Los escobas no habían llegado aún, se supone que iban con gente. Los dos portugueses llegaron un poco después que nosotros, pero ellos tenían claro que lo dejaban. Les volvieron a preguntar y dijeron que sí. Yo estaba feliz de haber llegado a ese punto. Ya era noche cerrada, y poco después de las 21:30 decidimos movernos para no apalancarnos. Me adentraba en terreno desconocido a medias: lo que me quedaba ya lo había hecho en la ultra de 75, y algunas partes hasta dos veces (subida a La Raca, desde Candanchú hasta cruce de carreras, subida a collado de Estiviellas y bajada por las zetas), pero me debía de olvidar por completo de los tiempos de paso hechos en otras ocasiones. Yo sabía que con ese colchón de media hora, me tenía que concentrar, y mucho, en lo que me quedaba, que no era poco. Pero el objetivo estaba claro: llegar al siguiente avituallamiento. Había que meterse caña, pero no me frenaba nadie.

 

Al principio conservé puesto el chubasquero porque me quedé fría. Las primeras zetas subiendo a La Raca me hicieron entrar en calor rápidamente (me lo quité). Avanzábamos a paso ligero, viendo sapos en medio del camino (no eran alucinaciones) y muchas arañas, zancudas, que se movían bajo la luz de los focos rápidamente. Las vistas subiendo a La Raca son preciosas, pero a pesar de la luna llena, brillante, el entorno no pintaba igual en la noche. Me tomé medio Red Bull de Samu. Oímos voces, eran los dos escobas, que ya nos daban alcance. Se colocaron a nuestra par, mientras hablábamos de temas mundanos. Me recordaban de mi abandono del año anterior. Las zetas se antojaban interminables, un giro a izquierda, otro a derecha, y ya por fin afrontamos la última subida fuerte, directa, hacia la cumbre. Yo iba todo lo fuerte que podía, y ya por fin vimos el edificio en la cumbre y a los voluntarios del control a buen resguardo. “Coged agua, abrigaros bien que en la cresta hace frío”. Yo me volví a colocar el chubasquero, y fui a tomar la delantera en la cresta que se me antojaba terrorífica. A ver si el recuerdo era tan malo como la realidad. Normalmente, los recuerdos tienden a simplificar ciertas cosas, pero en mi caso, dos cosas recordaba claramente: un pequeño tramo en el que me daba la sensación de no saber dónde pisar porque había caída a los dos lados, y unos cuantos de bajada que me obligaban a poner manos, pies y culo en el suelo.

 

Comencé a caminar a paso ligero por la cresta, dirección al pico Malacara. De momento, iba bien la cosa. Cuando me alcanzaron el resto, los escobas se pusieron en modo escolta, uno iba por delante y otro iba por detrás. De momento lo llevaba bien, hasta que finalmente alcancé ese tramo que me daba pánico. “Ay, ay, ay, el tramo que me daba tanto miedo”, y ahí estaba. Pero con cuidado, y con las palabras de ánimo del escoba, puse pasarlo sin problema (y la verdad que era un tramo muy corto). Pasamos por el control en el reenvío del telesilla de la Canal Roya, y proseguimos por la cresta. El sube y baja por la cresta era incesante, hasta que alcanzamos una zona más cómoda. Era como la 1 de la mañana y el avituallamiento se me antojaba lejísimos, un punto luminoso allá a lo lejos. “¿Pero vamos a llegar?”, y el escoba aseguraba que sí. Y sí: en cuanto la pista lo permitió, nos pusimos a correr como locos, alcanzado el ansiado avituallamiento a la 01:26 de la madrugada. Este tramos, Canal Roya – Ibón de Truchas, me había costado 4 horas 11 minutos. Cuando hice la de 75, me costó 16 minutos más (yo no lo sabía en ese momento).

 

Dentro del avituallamiento nos ofrecieron de todo, asiento, caldo, agua, lo que fuese. Yo iba como una moto, me terminé un botellín de cafeína, que sumados a todos los anteriores, hacían que no me entrara el sueño ni harta de vino. Nos sentamos un rato. Yo llevaba los labios completamente cortados, y me dijeron que me diese un poco de miel, que los suavizaría bastante. Procuramos entretenernos lo justo, que el siguiente tramo se las traía. Teníamos como unos 10 km con algo de cresta hasta llegar a Candanchú, y el cierre de control era a las 5 de la mañana. 3 horas para salvar esa distancia me parecía un mundo. Así que salimos escopeteados (previa parada en el “baño”), eran las 2 menos cuarto, más o menos. Yo había preguntado si este año iba a haber algo más de margen hasta meta, pero no estaba nada claro, más bien era que no, así que tocaba correr.

 

El primer tramo de pista me puse a correr, fruto de la miel que me había pimplado hace nada. Quería aprovechar el tramo corrible hasta el ibón de Escalar. De ahí ascendimos al puerto de Jaca para luego ir hasta la base del pico los Monjes. La cresta que venía a continuación yo la había simplificado mucho en mi cabeza. Unos tramos mejores, otros de los que, como decía antes, te obligaban a echar el cuerpo al suelo, así en un continuo sube y baja que no parecía terminar nunca. Pasamos un control, nos dijeron que íbamos bien. Yo tenía el reloj cargando (tiene una batería de la leche pero al final se acaba gastando en según qué modos) y me lo volví a poner en la muñeca para controlar este tramo. Nos empezamos a desesperar un poco, incluido el escoba, que hacía cuentas y le salían rosarios. Pero es que ciertos tramos no daban para correr. Se hizo interminable hasta que llegamos al puerto de Somport.

 

Por el walkie, oí a Alex preguntar que dónde estábamos. Cuando el escoba lo describió, y le preguntó que si llegábamos, el “no” contundente me puso en alerta en lo más profundo de mi ser. Yo tenía muchas ganas de completar la carrera, pero era consciente de que la posibilidad de que me neutralizaran era posible. Y es cierto que aunque la idea me ponía nerviosa, también me pillaba más tranquila, más serena. Porque no deja de ser una carrera, una afición, que no una obligación. Yo lo estaba dando todo, pero le quise dar otra vuelta de tuerca. Que no se dijera que la Hansen no dejaba el resto.

 

En cuanto empezó la bajada de hierba, Samu empezó a bajar a todo lo que podía (él no había oído lo del walkie). Yo resbalaba por la hierba pero me eché a tumba abierta, un poco a lo Gorka, mi compañero de club, en el 2016. Cada vez más rápido, alcancé la pista. Yo sabía que esa pista era engañosa, porque no era el final. Tras el asfalto, un camino que se adentraba en la oscuridad y que parecía no terminar en ninguna parte (y que me hicieron dudar hace dos años de si iba bien). Corría a todo lo que podía, los escobas iban a mi par, jalonando a mi paso para no decaer. La carretera, se veía ya, la alcanzamos por fin (punto de confluencia con la maratón). 10 minutos para el cierre, quedaban como unos dos km de un sendero interminable y vueltas en la oscuridad antes del avituallamiento, a mí no me pillaba de nuevas (dos veces he pasado por ese sendero), pero a Samu sí, pero siguió corriendo. No lograba alcanzarle. Yo iba sudando a mares, me sobraba todo pero no quería pararme a quitarme la chaqueta. Dejé atrás ese sendero, tocaba rodear la zona militar. El avituallamiento estaba al alcance de mi mano, lo estaba ya viendo. “Vamos, luchadora”, decían los escobas. Con el corazón revolucionado y desbocado como un caballo de carreras, me tiré por la pista como una bestia, eran las 5 en punto, no llegaba, y finalmente tras 3 minutos interminables, alcancé el control, totalmente acelerada y con el corazón en la boca, literalmente. Había tardado 3 horas 36 minutos en el tramo que me costó 3 horas 57 minutos el año de la de 75 (cosa que yo no sabía en ese momento, claro está). Samu había entrado dos minutos antes de las 5. ¿Me dejarían seguir? El voluntario decía que creía que no. No puede ser, no llegados a este punto... Me fui adentro donde estaba Álex, sólo una pregunta, ¿puedo seguir? Me preguntó que cómo iba, y dije que bien (cierto era), cuestión que también le preguntó a los escobas. Y tras 5 segundos interminables en los que yo le miraba fijamente con los ojos como platos, asintió y me dejó seguir, le dije que iba con Samu. Se me abrió el cielo de par en par, no tenía mucho tiempo para parar en el avituallamiento pero tenía más que suficiente. Al final no me cambié de ropa, sólo cogí geles de cafeína y rellené botellines. La verdad que no tenía hambre, había ido comiendo tanto, que estaba saturada. Pero aun con todo, iba comiendo, es imprescindible para poder seguir en condiciones en carrera.

 

Samu dijo que nos quedaban 18 km, que teníamos 8 horas por delante, y que malo sería no poder hacerlo. Álex se echó a reír, yo me eché a reír. Samu no sabía que teníamos un regalico envenenado, y que la subida (y posterior bajada) al Aspe era una traca final de fiestas de las buenas.

 

Me cambié de camiseta y me puse la térmica larga porque tenía la otra empapada. Me puse el chubasquero al principio porque me había quedado fría, pero los primeros metros a paso ligero hicieron que entrara en calor enseguida. Parada técnica al baño, otra vez. El primer tramo era llevadero, pronto tocó hacer pequeñas trepadas y pisar piedras, muchas piedras. Me entró un sueño brutal. Los escobas (unos nuevos) iban algo por detrás, como para no agobiarnos, aunque no tardaron demasiado en alcanzarnos. Me volví a poner el chubasquero en una zona que soplaba el aire. Me senté cinco minutos, necesitaba cerrar los ojos un poco. Pero me incorporé enseguida, no me quería apalancar (y la piedra en la que estaba no era precisamente cómoda). Cada vez se veía mejor, y poco después de las 7 de la mañana alcanzamos un punto de control que hacía de cruce de carreras (con la maratón). El voluntario pensaba que pasaríamos algo antes (mea culpa, por la pequeña parada). Proseguimos para adelante. Cuando ya amanecía, nos cruzamos con dos corredores, uno de ellos se había agobiado en el Aspe y decidió echar marcha atrás, y el otro le acompañaba. Le animamos a seguir pero no se veía capaz, y eso que ya a estas alturas, era casi mejor tirar para adelante. Pero decidieron que no, más atrás se juntarían con los escobas que, me imagino, les dieron indicaciones.

 

Cuando la luz hizo acto de presencia e iluminó todo mi entorno, simplemente aluciné. Yo sólo había hecho la subida al Aspe en 2020, y me amaneció ya bajando por el tubo. No había visto ese entorno. Rocas enormes y paredes inmensas, era difícil hacerme a la idea de por dónde subíamos. Los banderines se perdían en el horizonte, y parecían ascender por un lateral. Esa subida interminable en la noche tenía un aspecto radicalmente diferente a la luz del día. Samu de cuando en cuando se paraba en una piedra, y yo no veía el momento de llegar. Venga, otra piedra más, otro banderín más. De repente un giro a la derecha, luego a la izquierda... esto lo recordaba pero de noche y a oscuras. Llegamos a un punto, a Samu le pareció el final pero aún quedaba un repecho gordo. Y los oímos. Ahí estaba Ángel, esperándome en nuestra cita nocturna, que por horas se había transformado en diurna. Nos animaban en la distancia y lo dimos todo en este último tramo. Yo ya le había dicho a Samu que se iba a cagar con los ánimos, que tenía a un amigo en ese control. Salvé ese pequeño trozo en el que sólo se veía negrura que tanto miedo me dio hace dos años (de día pintaba distinto). Y le di un súper abrazo a Ángel. Con la voz ronca como si hubiera estado dos noches de farra, le dije que veía complicado llegar a hora en meta, pero que yo tiraba para adelante y me consideraba finisher moral. Eran las 08:31, y aunque yo no lo sabía, había tardado una media hora menos en salvar la distancia desde Candanchú hasta el Aspe.

 

Una voluntaria me dio cacao para los labios. Llevaba agua suficiente y no quise beber más. Nos ofrecieron comida (no quise), y mientras Samu comía algo, yo empecé a descender por el tubo. Recogí los palos, pero luego me acabé apoyando en uno. Poco a poco fui bajando la primera parte que resbalaba cosa mala. Si de noche todos los gatos son pardos, de día el león no es tan fiero como lo pintan, y lo que se me antojó un mundo en 2020, fue mucho más sencillo. Poco a poco abandonamos la zona que más resbalaba. Yo estaba ya asada de calor, saqué las gafas de sol y recogí el chubasquero y el frontal, deseando llegar al avituallamiento para quitarme esa térmica larga. Los escobas, Samu y yo seguimos bajando. Los escobas se quedaron atrás porque fueron recogiendo banderines, y los voluntarios, que se conocían el camino, iban también poco a poco. La senda no tardó mucho en mejorar, y pronto llegamos al fondo del tubo. Yo le juraba y perjuraba a Samu que después de una pequeña trepada con sirga, el avituallamiento llegaba “enseguida”. Llegó la trepada, pero no el avituallamiento. Samu se desesperaba y yo maldecía mis recuerdos simplificados. Seguimos trotando donde los tramos lo permitían. No se veía el avituallamiento hasta que apareció detrás de una loma. Los pies ya me dolían, y bajé una pequeña pedrera tropezándome varias veces. Samu corrió al avituallamiento y yo llegué poco después. Eran las 10:15 más o menos. Había sido una bajada espectacular desde el Aspe, aunque yo no era consciente: en 2020 tardé en ese mismo tramo 2h 23 minutos y esta vez me había costado 1h 40 minutos.

 

No había tiempo para los famosos huevos fritos de la motriz de Tuca Blanca. Pero sí que me volví a poner la térmica de manga corta, guardé la de manga larga, los manguitos y los guantes. Nos quedaba 2 horas y tres cuartos para subir el collado de Estiviellas y bajar las zetas interminables a meta. Yo tenía claro que se podía, lo que no podíamos era bajar la guardia. Abandonamos el avituallamiento y nos pusimos a correr desbocados. Le dije a Samu que tirara para adelante, iba más ligero y yo ya era la tercera vez que me enfrentaba a ese tramo. Sabía lo que había, y sabía que si subía ligera, y bajaba a la marcha, la carrera era mía. Samu se puso a subir el collado con mucho brío y lo perdí de vista. Me concentré, y empecé a subir a todo lo que daba esos últimos 400 metros de desnivel, una subida que engaña un poco porque cuando crees que ya has terminado de subir, ves que aún te quedan por salvar unos cuantos metros. Una hora y unos pocos minutos después, ya estaba arriba. Sobre las 11:15, el voluntario del collado me recibió con alegría. Me quedaban hora y tres cuartos, en hora y media estaba abajo. Yo, aunque cansada, no podía dejar de sonreír de pura felicidad. Por error, tempo finito registró manualmente este tiempo como las 11:59, lo que hizo creer a los que seguían mis tiempos que literalmente volé en la bajada. Más hubiera querido, pero no.

 

Emprendí la bajada medio trotando. Parecía que trotaba, pero el ritmo era de unos 10-15 minutos por km. Después de tantas horas, las piernas respondían mejor de lo que esperaba, pero el cansancio hacía que levantara los pies lo justo del suelo, con el consiguiente riesgo de caída. Ya me había pasado. Así que hice lo que pude, no merecía la pena arriesgarme. Quizá me marcara un Tony, llegando justa a meta (un Tony, lo que hizo nuestro compañero Antonio Callejero en la CC100 de 2016, entró en meta a falta de pocos segundos de su cierre). Oí a alguien por encima del camino, ¿quién era? ¿Los escobas? Era Samu, se había liado en lo alto del collado y no había ido por el camino correcto. Yo es que ya me lo sabía. Se adelantó y siguió trotando a paso ligero, le perdí la pista. Seguí bajando, yo que me creía que eran 6 km, y los km no pasaban. Una zeta, otra zeta... El sol picaba, pero la verdad que era lo de menos. Un poco más adelante un letrero anunciaba que quedaban 5 km a meta. ¿Aún? Otro poco más adelante, un voluntario que subía me dijo que su reloj marcaba 5 km a meta, ¿pero no era eso en el cartel? Y me dijo que Samu estaba un poco más abajo, quería esperarme para entrar juntos a meta. Alcancé a Samu y le dije que por si acaso fuera trotando, no fuera a ser que yo no llegase a tiempo. El speaker se oía a lo lejos, pero aún quedaban unos cuantos metros de desnivel por salvar.

 

Las zetas ya en la zona arbolada me hicieron llorar de alegría, mientras me cruzaba con algún senderista que aplaudía a mi paso y me decía “ya lo tienes”. La verdad que no terminaba de mentalizarme de que estaba a punto de finiquitar la carrera. Cuando mis pies pisaron el asfalto de Canfranc estación, y vi a Samu esperando, y oía cada vez más cerca al speaker, yo creí estar en una nube. Afrontamos esa última bajada antes de adentrarnos en la estación, yo reía y lloraba, y alucinaba. Y por fin ese ansiado arco de meta, que cruzamos a las 12:50:54. Apenas 9 minutos para el cierre de meta, nos abrazamos y recibimos nuestras medallas. Unos pocos minutos después llegaban los escobas, y de ahí fuimos a la zona de avituallamiento, donde descansamos un poco y estuve un rato con Virginia y su amigo. De verdad que no terminaba de creerme haberlo conseguido. Habían corrido algunos de mis compañeros de club (Quique y Carl la carrera de 16 km del domingo, Gorka la maratón del sábado), pero no vi a nadie, algunos estaban volviendo y otros brindando con cerveza.

 

Me fui de ahí, y comprobé que era cuarta de veteranas A (me olvidé de podio). Me topé con un corredor al que atendí en Viadós en su Gran Trail Aneto Posets, me reconoció, él también había hecho la Canfranc aunque había llegado muchísimo antes. Palique va, palique viene, luego Ramón Ferrer, estaba con su hermano, que me dio un abrazo enorme de mi fan número uno (Silvia Duerto, un amorcete de mujer), también Lourdes Palao. Samu me daba conversación y yo estaba cada vez más floja, me tuve que despedir porque tenía que ir al baño a la de ya. Me fui al pabellón, me duché, recuperé mis bolsas de vida y de paso perdí el Buff que llevaba al cuello y en la cabeza (raro que no perdiera también la cabeza). Llevaba las piernas hinchadas, un cuerpo jotero de esos que quitan el sentido y un dolor de espalda a la altura de las clavículas que se cagaba la perra. Me fui dando traspiés al coche, y ahí leí a Silvia Duerto (me había llamado pero no me cosqué), que me había perdido la foto del podio (le había avisado el hermano de Ramón). Sí, la Hansen, la última de la carrera, había hecho podio de su categoría, tercera de veteranas A. Que una de las absolutas era veterana, y los premios no eran acumulativos, y por eso había escalado un puesto. Puse los ojos en blanco, tenía yo la negra con los podios en Canfranc. Si no era por la pandemia, era porque no me había coscado. Así que yo, que ansiaba dormir en el coche antes de irme, me pegué como una hora de aquí para allá, con mi paso a pedo burra, buscando mi trofeo en el ayuntamiento (me encontré comiendo a Ramón Ferrer, a su hermano y a Marta Vidal – que no pudo correr por lesión –), y aun faltó el regalo de Izas, que me pudieron recoger como una semana después (gracias Belinda por las gestiones). Vamos, que entre pitos y flautas, dormí un cagarro, así que no tardé demasiado en irme a Zaragoza, parando a mitad de camino para descansar (cosa que no podía, estaba entre la modorra y la aceleración, no había término medio). El momento de tocar la cama fue glorioso como pocos, aunque realmente tardé varios días en superar el jet lag, y luego ya tocó digerir emociones, que fueron muchas y muy variadas...

 

Probablemente (y sin el probablemente), la CC100 es la carrera más bestial a la que me he enfrentado nunca. De 118 personas que tomaron la salida, 63 llegamos a meta. A su lago, la VDA parecía un paseo por el parque (estoy exagerando). Que se me entienda: ni mucho menos se le puede restar dureza a las 100 millas (ni a su duración), pero 2000 metros de desnivel son lo que separan ambas pruebas, y los terrenos son totalmente diferentes. El terreno de Canfranc es mucho más técnico, es alta montaña al fin y al cabo, y a pesar de cuatro tramos contados corribles para mí (las zetas del principio, las de final, algún tramo de pista), la mayoría de tramos obligaban a ir atentos, muy atentos.

 

Pero todo lo que tiene de brutal, salvaje, lo tiene de espectacular. Las vistas desde la cresta hacia la Moleta, la bajada al Ibón de Iserías, el valle de Izas, el circo de Astún (para los buenos que lo ven de día), el espectáculo de piedras hacia el Aspe... La zona es brutalmente bonita, y cuando haces el enorme esfuerzo de subir a una cima, las vistas desde la misma se merecen el doble. Una carrera tan brutal, que definitivamente no volvía (no de momento, como decía Gorka allá en 2016). Que en 2021 volvió, pero yo he cumplido mi objetivo, así que si vuelvo, será a otra distancia más corta (el km vertical o la de 16 km no las he hecho), que tengo ganas de gozar del valle de otra forma. Y a pesar de mi escaso margen hasta cierre de meta, es probablemente una de las carreras que más concentrada he hecho. Todos mis esfuerzos iban dirigidos a hacerlo lo mejor posible, y tal concentración minimizó la aparición del sueño y curiosamente también de alucinaciones. De hecho, aunque tenía configurado el reloj como para las 100 millas del Valle de Arán, realmente sólo prestaba atención a la hora del día, ya que cada tramo lo conocía (otra cosa es que mi mente los simplificara).

 

Esta carrera me ha enseñado mucho, como ya lo hizo la del año pasado. Desde mi primer abandono voluntario en el Gran Trail Aneto – Posets y mi segunda neutralización en la Ultra del Valle de Tena, ambas en 2019, que me impulsaron a apuntarme a la Maratón de Canfranc para quitarme el mal regusto de ese año, he ido recorriendo varias de las distancias. Creo que si no hubiera abandonado ese año en Benasque nunca me hubiera atrevido a dar el salto a Canfranc, una carrera que me parecía un imposible. Con Canfranc he sido precavida, y me ha enseñado a tener paciencia e ir poco a poco: maratón en 2019 (me salté la de 16 km por tener ya alguna ultra a las espaldas), la Ultra de 75 en 2020, y la Ultra de 100 el año pasado. Lo pienso honestamente, y el abandono del año pasado fue más sesudo de lo que creí. Es cierto que hubo media hora adicional para Arantxa, que fue última (compartí con ella km), pero el tener paciencia y trabajarlo me ha ayudado a valorar muchísimo más haberlo logrado este año, y sobre todo, haberlo conseguido con mejores sensaciones. Las montañas, de momento, no se van a mover de su sitio, si un año no se puede quizá se pueda al siguiente, y si una carrera no puede ser por cortes horarios, hay otras tantas que se amoldan a nosotros. Paciencia y sobre todo a ponerle cariño. Con una afición tan extrema, de correr/caminar tantos km y tantas horas, hay que hacerlo porque se quiere de corazón, porque a pesar de lo momentos malos, que obviamente los hay, se disfruta. Y aunque parezca raro, la paliza había sido tremenda pero me había dejado inmensamente feliz. Incluso el abandono del año pasado no me dejó rota, cosa extraña. Y es que supongo que con los años, se relativizan las cosas y se le da la importancia a lo que realmente lo merece.

                                                                                    

Una gran carrera que tengo pendiente es la Ultra del Valle de Tena. No por miedo, es porque veo un imposible esas 24 horas límite. Pero Canfranc volvía a darme una generosa lección, y no, no es tanto como que si se quiere, se puede (tengo que ser realista con mis ritmos), sino que merece la pena poner ilusión, tesón, ganas, y fuerza, que se puede mejorar, y que se acaba progresando. Ya dije que a Tena sí que no volvía, pero el aprendizaje quizá me haga volver en otro momento. Más hábil, más madura, más preparada.

 

Estoy muy agradecida, de verdad. Lo primero de todo a la impecable organización y a Álex Varela. Te doy las gracias de todo corazón por permitirme soñar alto, muy alto, ese poder seguir en carrera fue el todo. Tenéis una prueba entre manos bestial como pocas, pero una gozada para los sentidos, a pesar de su dureza. Montaña pura y dura, no hay que temerla, hay que respetarla. Cada día la respeto más.

 

A los voluntarios, qué deciros. Sois el todo, sin vosotros sería imposible afrontar tamaña locura. Aguantando nuestro cansancio, nuestros comentarios erráticos, haciendo los posibles para que no decaigamos. Caldo en el momento oportuno, miel, chocolate, y sobre todo vuestra calidad, independientemente del lugar y de la hora. Elena, mi ángel de la guarda del año pasado, y cómo no, Ángel, siempre con una sonrisa y con toda su calidez, ese ansiado abrazo en el Aspe que ha tenido que esperar dos años. Eres oro puro.

 

A mi gente, a los que me siguen y eso les quita un poco el sueño, especialmente a mi padre, que no para de chequear tempo finito cada dos por tres, que se le pone el corazón en un puño cuando un tiempo tarda en actualizarse. Mis compañeros de club, mis amigos de carreras, Silvia Duerto, siempre tan cariñosa, Clara, Santi... De verdad que gracias por vuestras palabras. Poca atención presté al móvil (tampoco me quedó mucho tiempo), pero sé que estáis ahí. Quiero dedicarle unas palabrillas al heavy: no sé lo que nos depara el más allá, y no tengo ni gota gana de saberlo todavía, pero lo que sí sé que ahora hay una nueva estrella brillante en el cielo, que te vigila y que vela por ti; tu madre no ha podido hacerlo mejor, sé que está muy orgullosa, y espero que sepa que te quedas en buenas manos. Te quiero, amigo.

 

Y por último, a Samu, el chaval de Burgos, un compañero imprevisto de carrera (yo a priori no conocía a nadie en carrera). Jordi en su momento me dijo que era fundamental que encontrara a alguien con quien ir a la par la segunda noche. Es lo que hicieron él y Quique el año pasado. Quique estuvo a punto de abandonar en Canal Roya, pero se acabó juntando con Jordi y terminaron como dos campeones, hasta comieron huevos fritos en la motriz de Tuca Blanca. Muchas gracias Samu por esperarme, por la paciencia, y perdona si a veces no me alcanzaba la voz, la afonía me dejó para el arrastre, porque a ti te quedaban más patas que a mí, y podrías haber llegado algo antes, pero al final acabamos tirando el uno del otro a pesar de la dureza del recorrido. Creímos que era posible (y eso que hubo momentos que nos pusieron contra las cuerdas), y lo conseguimos.

 

Ha sido toda una experiencia, un viaje interior y exterior que me ha puesto a prueba, el camino que me lleva hasta aquí ha estado plagado de buenos momentos. Un aprendizaje, un saber valorar los pequeños lujos que tenemos al alcance de nuestra mano, como es el poder disfrutar de una afición porque todo lo demás está cubierto. Somos ricos, pero no lo sabemos. Me ha hecho más paciente, me ha hecho esforzarme y sacar lo mejor de mí. Canfranc no se corre, se vive. Se vive con mayúsculas, dije que volvía y he vuelto, y no puedo estar más orgullosa de haberlo logrado. La vida es puñetera muchas veces, pero os juro que siempre merece la pena. Pero esta vez digo, que ahora sí que no vuelvo... de momento.

 

Ahora me toca vivir Canfranc de otra forma ;)

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